LA HIJA DEL DETECTIVE
Mientras hablaban, sentí un irre-
sistible deseo de ver una vez más
al hombre que había amado. Lla-
mé á mi doncella y le enteré de mis
deseos, comunicándole al propio
tiempo mi plan. Me puse el abri-
go y un chal que cubría enteramen-
te mi rostro y me fuí á la escalera.
Entretanto, la doncella llamó á la
puerta del cuarto del herido. Cuan-
do la oí abrir, subí por la escalera,
y mientras la joven les ofrecía sus
servicios para el caso de que fue-
ran necesarios, miré disimulada-
mente por encima de su hombro
pudiendo ver á los dos hombres
que estaban en el cuarto. Jamás ol-
vidaré el rostro moreno del desco-
nocido.
Para hacerme justicia, les diré
que nunca se me ocurrió la idea de
que mi deber era denunciarlos, de
que había de por medio una víctima
inocente. Después de haber visto á
mi marido, no tuve más que una
idea, un pensamiento: huir cuanto
más lejos mejor.
El día siguiente estaba ya en ca-
mino de la ciudad y allí encontré,
por fin, á mis amigas dispuestas á
partir. Cuando me vi en seguridad
en el buque cruzando los mares,
empecé á pensar en aquella víctima
cuyo nombre desconocía. Pero era
ya demasiado tarde y procuré tran-
quilizar mi conciencia pensando
que, como Eduardo no había sido
peligrosamente herido, la condena
no podía ser grave. Repasé cuida-
dosamente los periódicos, pero no
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encontré noticia alguna del asunto,
La señora Ralston dejó de has
blar, mirando á Olivia que parecía
iba á perder el sentido.
—Doctor, va á desmayarse.
—No—exclamó Olivia levan-
tándose.—Yo... yo... y cayó des-
vanecida en brazos de Clarence
Vaughan. Cuando, al cabo de un
rato, consiguieron hacerla volver
en sí, la señora Ralston, actuando
de ama de casa, dijo á Clara:
—Haga usted que nos sirvan en
seguida el lunch, querida. Tene-
mos aún mucho que hacer antes de
la noche.
—¡Oh!—gritó Olivia al mar-
charse Clara,—¿es esto cierto?
¿Será posible, por fin, hacer resal-
tar la inocencia del pobre Felipe y
darle la libertad? Dígame, ¿será
posible ?
—Sí, querida señora Girard; no
es hora, pues, de debilidades. No
hay que perder tiempo para conse-
guir lo antes posible la libertad de
Felipe.
Al volver Clara Keith los en-
contró enfrascados en interesante
discusión sobre el asunto.
—Dejad para mí esta cuestión
—dijo imperiosamente la joven.—
Hoy iré á ver á los abogados de,
Felipe, pues cuando esta estúpida
causa vuelva á estar en movimien-
to, Olivia, la conozco muy bien, no
se moverá de las puertas de la cár-
cel. Pero nuestras hermosas leyes
pueden encerrar con mucha facili-
dad á un inocente; mas, cuando se