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erguida y resuelta, mientras Eduar-
do Percy caía al suelo, manando
de su pecho abundante sangre. Ca-
si en seguida Davlin caía también
al suelo derribado por un golpe de
uno de sus guardianes, mientras el
otro, inclinado sobre él, le aplica-
ba sin contemplación un par de es-
posas.
Los demás, incluso Cora, agrupá-
ronse alrededor del herido. El doc-
tor Vaughan se arrodilló á su lado
un momento, y en seguida sus ojos
buscaron á Magdalena.
—La herida es mortal —dijo.—
Prepárese una cama en el cuarto
más próximo. No puede ser trans-
portado por las escaleras.
Hecho esto y retirado el herido,
Magdalena volvió al salón, ocupa-
do ahora por los guardias y el pri-
sion ero.
—Tu buena suerte te ha aban-
donado, Luciano Davlin—dijo la
joven dirigiéndose á é1.—En el li-
bro del destino no estaba escrito
que triunfaras sobre mí. La bala
que destinabas para mí, ha com-
pletado la obra que empezaste cin-
co años atrás. Ve á ocupar tu sitio
en presidio, y cuando pienses en
tus infames proyectos frustrados,
acuérdate de que tus planes han
sido desbaratados por la mano de
una mujer. ¡Guardias, llévenselo
ustedes!
Y el villano abandonó para siem-
pre la casa y los campos de Oa-
kley. Su suerte le había abando-
nado. Cuando los guardias le de-
LA HIJA DEL DETECTIVE
jaron entre los muros de la cárcel,
el mundo exterior no debía existir
más para él. Poco tiempo después,
Luciano Davlin era condenado á
cadena perpetua.
XLIX
EL FINAL DE PERCY
Eduardo Percy estaba ya mo-
ribundo cuando le levantaron de la
alfombra del salón para colocarle
en un lecho improvisado rápida-
mente por Agar y los asustados sir-
vientes. No se movieron de su la-
do, cuidándole, y, al apuntar el día,
Clarence Vaughan estaba aún jun-
to á él.
El herido se movió un poco, y
volviendo sus ojos, ya empañados
por la muerte, dijo al doctor:
—Me parece... vi... á alguien...,
al caer. ¿Quién era aquella dama?
Su voz se debilitaba, y Clarence,
inclinándose sobre él, preguntó:
—¿Quiere usted decir la seño-
ra que estaba cerca de la puerta,
con la cara vuelta hacia la pared?
—Si—repuso el herido casi en
un murmullo.—¿Era... mi... es-
posa?
Clarence se volvió hacia la ven-
tana, donde estaba la señora Rals-
ton, fuera de la vista del herido,