262 LA HIJA DEL DETECTIVE
—¡Pobre señora Ralston!—dijo
Clara, después de una larga pausa.
—Se halla completamente abatida;
pero, no obstante, hubiera estado
horas y horas hablando contigo, al
volver del cementerio.
Por el rostro de Magdalena pasó
una triste sonrisa y replicó:
—Sí, hemos hablado largo tiem-
po, querida; la señora Ralston es-
taba locuaz. Cuando una persona se
halla bajo el influjo de una fuerte
excitación nerviosa, no puede entre-
garse al descanso hasta que el cuer-
po está enteramente agotado y falto
de fuerzas. La excitación de estos
últimos días la dominaba aún y su
cerebro no podía resignarse al des-
canso hasta haber visto el cielo en-
teramente libre de nubes.
-¡Ah! lo comprendo perfecta-
mente.
Y añadió después de una pausa:
—¿Entonces quedaba aún algo
por aclarar?
-—pÍ.
—¿Y entre las dos solventasteis
la dificultad ?
—5Í.
Hubo otro momento de silencio.
Luego Magdalena se volvió para
mirar á su compañera.
-—¿Por qué no me preguntas
cuál era esta dificultad ?
La pregunta quedó sin contesta-
ción.
—Necesitas saberlo—ansistió su
amiga.
Clara sc reía nerviosamente.
—Y yo necesito decírtelo —pro-
siguió Magdalena.—Primeramente
hablamos de nosotras mismas.
—¡Ah !—exclamó Clara sintién-
dose aliviada.
-Dí, hablamos de nosotras, pri-
mero, y nos hicimos muy buenas
amigas.
Naturalmente—exclamó miss
Keith.—Ya sabía que lo seríais.
-Y hemos decidido poner á
prueba nuestra nueva amistad.
—¿Cómo ?—preguntó Clara ol-
vidando su reserva.
—Viajando por Europa en com-
pañía una de otra.
Clara se levantó muy agitada.
—Magdalena Payne, tú no harás
esto; tú no puedes ni debes hacer-
lo. ¡Conque á Europa! No quiero
ni oirlo—insistió, dando con su pie
en el suelo enfáticamente.
Magdalena se reía, apoyada en
el respaldo de su silla. Luego, de
pronto, se puso grave.
—Pero no me comprendes, Cla-
ra querida—dijo dulcemente.—
Voy á decirte lo que pienso. Sién-
tate aquí cerca de mí y escucha.
Clara obedeció instintivamente,
—Pues bien—continuó Magda-
lena.—Ya sabes qué clase de vida
ha sido la mía, qué gentes son las
que he tratado en el pequeñe mun
do en que me he visto obligada á
vivir. Desde que tengo uso de ra-
zón siento los mayores deseos de
conocer Italia, Francia, Inglaterra,
Alemania y la Tierra Santa. Mi lax,
bor ha terminado. Nada exige mi
permanencia aquí; nadie puede im-