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voz alta: Clarence Vaughan M. D.
número 430 B... Street,
—Clarence Vaughan M. D.—
repitió. —¿Qué quiere decir eso?
Se lo diré'mañana á Luciano. Hoy
estoy demasiado débil para pensar.
Búscame ahora, Juan Arthur; en-
cuéntrame si puedes. ¿Qué sucede-
rá mañana?
Se durmió plácidamente, ajena d
todo cuidado. Su sueño fué tran-
quilo y reparador. Era el último ra-
yo del sol de su felicidad; al ama-
necer, empezaba para ella la no-
che.
V
UN PLAN MALIGNO
Era una habitación elegante de
una mansión lujosa y aristocrática.
Blandas alfombras del más ex-
quisito dibujo; cortinajes de rica
seda; transparerites de valioso teji-
do; muebles del más refinado gus-
tv y confort; almohadones borda-
dos; raras pinturas; hermosos bron-
ees; delicados vasos; grandes es-
pejos y admirables obras de arte.
Nada había allí que no fuera del
mejor gusto ni nada faltaba de to-
do lo.que crea la industria moderna
para servir al más refinado sibari-
tismo. Lugar destinado al culto de
la belleza y de la voluptuosidad.
Tal era la habitación de soltero de
Luciano Davlin, alumbrada profu-
samente á la llegada de su dueño.
Moviéndose de un sitio á otro
28 LA HIJA DEL DETECTIVE
como persona acostumbrada á vi-
vir entre aquellas riquezas, y para
la que el movimiento era una ne:
cesidad; paseando su elegante tra-
je de un lado á otro con aire de
impaciencia mal contenida, una
mujer esperaba la llegada de Lu-
ciano Davlin.
Una mujer de facciones delica-
das, ojos pardos, cabello castaño,
de formas clásicas y movimientos
graciosos. Un rostro vivo é inteli-
gente de mujer de mundo capaz de
navegar á través de los escollos de
la vida de una manera hábil si no
correcta; de mujer que tiene poco
que aprender y que sólo se preocu-
pa de envejecer con arte y de mo-
rir sin graves cargos de conciencia.
Cora Weston no era una mucha-
cha inocente, sino una mujer de
veintiocho años; una aventurera
por naturaleza y por afición; lo bas-
tante bella é inteligente para hacer
que su profesión fuese, ya que no
honrada, por lo menos lucrativa.
Se detuvo ante el espejo para
arreglar cuidadosamente su cabe-
llera, pues tales mujeres, ni aun en
las más graves circunstancias olvi-
dan el cuidado de sus atractivos
personales. Hecho esto, se detuvo
un momento y tiró de la campani-
lla. Apareció un negro de correctí-
sima apariencia, que saludó pro-
fundamente esperando órdenes.
—Enrique, ¿no es hora ya de
que el señorito esté aquí? El tren
debe de haber llegado. ¿Estás se-
guro de que vendrá?