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Hacía ya treinta y cinco minu-
tos que había salido el criado, trein-
ta y cinco minutos... que eran ho-
ras para ella. ¡Qué triste, qué des-
esperante era esperar en aquellas
condiciones!
Cuarenta minutos. Se oyeron pa-
sos en el corredor. Su corazón la-
tía con fuerza. Era Enrique.
—He tenido que esperar, pues
había visita—dijo entregándole una
carta.
- Magdalena rompió el sobre apre-
suradamente y leyó:
«Miss Magdalena W.
»Gracias por su confianza. La
esperaré en el sitio y hora indica-
dos. No falte usted.
»Su afectísimo,
»C. VAUGHAN».
La joven lanzó un suspiro de sa-
tisfacción.
—Gracias, Enrique. Ahora me
marcharé de aquí; prométame no
decir nada á su amo. ¿Me lo pro-
mete usted ?
—51, señorita. ¿Necesita usted
algo más?
—651 desea usted ser mi amigo, si
puedo confiar en usted, le pediré
aún algo más. Pero debo pedirle
que trabaje contra su amo. Me ha
engañado cruelmente, y necesito un
amigo como usted que quiera ser-
virme. No quiero mandarle como
un criado, sino rogarle como un
compañero cuyo auxilio me ha de
ser de gran valor.
LA HIJA DEL DETECTIVE
Enrique estaba ganado. 'Adelan-
tándose exclamó:
——-Mi amo me trata como si fuera
un perro, y usted como si fuera un
blanco y un caballero. Deseo ser su
criado y puede contar con mi fide-
lidad; digame usted lo que debo
hacer.
—Gracias, Enrique; tengo con-
fianza en usted. Mañana al medio-
día vaya usted al despacho del
doctor Vaughan y él le dirá dónde
puede encontrarme. Vaya usted
adonde él le diga. Por ahora me se-
rá usted más útil continuando aquí
con su amo; después que me haya
marchado procuraré recompensarle
como se merece.
—Estoy dispuesto á obedecerla
en todo, señorita—dijo el negro,
encantado.—Deseo servir donde se
me trate amablemente, y tendré mu-
cho gusto en ayudarla á usted. No
faltaré mañana; no tema usted
por mí.
Ella se volvió y se puso el som-
brero. El volvería pronto, sonrien-
te, triunfante, pero no la encontra-
ría allí. La admiraría, la buscaría
por todas partes; pero, aunque lle-
gara á encontrarla, no estaría sola,
Se volvió hacia_el criado di-
ciendo:
—Ya estoy, Enrique.
Abrió la puerta como si pasara
una princesa; pero antes de que tu-
viera tiempo de dar un paso, sus
ojos quedaron fijos en el corredor.
Allí, sonriente y altanero, estaba
Luciano Davlin,