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sen arrebatados por los mismos que los habían vendidó,
para venderlos otra vez.
Tal era el origen del fortín, que en aquel tiempo era
sólo una ruina, pues las caravanas habían cambiado de
itinerario. El Ngami no las recibía a sus orillas ni el Scor-
zef necesitaba defenderlas; así es que las piedras que lo
coronaban se desmoronaban una por una. Tan sólo que-
daba de él un recinto en forma de sector, cuyo arco daba
frente al Sur y la cuerda al Norte. En el centro de dicho
recinto elevábase un pequeño reducto acasamatado, lleno
de aspilleras y terminado por un angosto torreón de ma-
dera cuyo perfil, reducido por la distancia, había servido
de mira a los anteojos del coronel Everest. Pero, por des-
trozado que estuviese el fortín, ofrecía aún seguro refugio
a los europeos. Colocados éstos detrás de aquellas mura-
llas hechas de grueso asperón, armados como lo estaban
de fusiles de tiro rápido, podían resistir a un ejército de
indígenas, mientras no les faltasen víveres y municiones,
y acabar probablemente su operación geodésica.
En cuanto a las municiones, el coronel y sus compañe-
ros las tenían en abundancia, porque el cajón donde iban
había sido transportado en la carreta que transportaba la
lancha de vapor, y ya sabemos que los indígenas no se
apoderaron de aquélla. Por lo que hace a los víveres, ya
era otra cosa, y en esto estribaba la dificultad. Las carre-
tas de las provisiones no se habían librado del saqueo, y
en el fortín no quedaba lo bastante para que se alimenta-
sen dos días los diez y ocho hombres que allí se encontra-
ban, es decir, los tres astrónomos ingleses, los tres rusos,
los diez marineros de la Queen and Tzar, el bushman y el
foreloper,
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