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222 JULIO VERNE
Esperaron durante muchas horas. El coronel Everest
y el astrónomo ruso, apostados en el torreón y relevándo-
se mutuamente, examinaban sin cesar la cúspide del pico.
El horizonte continuaba obscuro, en tanto que las cons-
telaciones del firmamento austral resplandecían en el ce-
nit. No agitaba la atmósfera el menor soplo de viento : el
profundo silencio de la naturaleza era imponente.
Entretanto, el bushman, apostado en una peña salien-
te, escuchaba log rumores que llegaban hasta él de la lla-
nura, y que poco a poco se fueron haciendo más marca
dos. No se había equivocado Mokum en sus conjeturas :
los makololos se preparaban a dar un asalto supremo al
monte Scorzef.
Hasta las diez, los agsediantes no se movieron; habían
apagado sus hogueras, y el campamento y la llanura se
confundían en la misma obscuridad. De pronto el bush-
man columbró algunas sombras que se movían en los cos-
tados de la montaña ; los sitiadores apenas distaban cien
pies de la meseta donde se elevaba el fortín.
—;¡ Alerta! ¡ Alerta! — gritó Mokum.
La reducida guarnición tomó al punto posiciones en el
frente sud, y rompió un fuego nutrido contra los asaltan-
tes. Los makololos respondieron con su grito de guerra,
y no obstante el incesante tiroteo continuaron subiendo.
Al resplandor de los fogonazos se divisó un hormiguero
de indígenas que acudían en tal número que toda resis-
tencia parecía imposible; sin embargo, las balas hacía
una verdadera carnicería en aquella masa, pues no se
perdía una sola, y los makololos caían por grupos o roda-
ban unos sobre otros hasta el pie del monte. En el rápido
intervalo que mediaba entre las detonaciones, llegaban
hasta los sitiados sus rugidos de fiera; pero nada les con-
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