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224 JULIO VERNE
A las diez y media llegaban los primeros indígenas a
la meseta del Scorzef. Los sitiados no podían luchar cuer-
po a cuerpo en condiciones que inutilizaban sus armas ;
era, pues, urgente resguardarse detrás del recinto : afor-
tunadamente la guarnición estaba ilesa todavía, pues los
makololos aun no habían hecho uso de sus flechas ni aza-
gayas. :
—¡En retirada! — gritó el coronel Everest con voz
que dominó el estruendo de la batalla.
Y haciendo otra descarga, los sitiados siguieron a su
jefe y fueron a guarecerse tras las paredes del fortín. Al
observar aquella retirada, los salvajes prorrumpieron en
estrepitosos gritos de triunfo, y se precipitaron hacia la
brecha central con objeto de escalarla.
Pero, de repente, resonó un estruendo formidable pa-
recido a un trueno espantoso qué multiplicara sus deto-
naciones : era la ametralladora, manejada por sir Juan,
que dejaba oír su voz. Sus veinticinco cañones, colocados
en forma de abanico, llenaron de metralla un sector de
más de cien pies en la superficie de la meseta atestada de
indígenas. Las balas, lanzadas sin cesar por un mecanis-
mo automático, caflan como una granizada sobre los sitia-
dores, barriendo la meseta en términos de dejarla limpia
en un momento. A las detonaciones de aquel.aparato for-
midable, contestaron primero unos alaridos rápidamente
ahogados, y luego una nube de flechas que no podían ha-
cer ningún daño a los sitiados.
—¡No funciona mal la muy pícara! — dijo tranquila-
mente el bushman acercándose a sir Juan—. ¡ Cuando es-
té usted cansado de esa tocata... !
Pero la ametralladora se callaba entonces. Los mako-
lolos, buscando un refugio contra aquel torrente de me-