Full text: El proceso Lerouge

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El, PROCESO LEROUGE 105 
Muchos retroceden ya ante la pena de muerte, y cada 
tribunal, en el momento de entrar en la sala de delibera- 
ciones, piensa menos en lo que ha oído, que en el tormento 
de preparar a sus noches un remordimiento eterno. No 
hay uno solo que ante el temor de equivocarse en su con- 
dena contra un inocente, no se sienta dispuesto a perdo- 
nar a un culpable. 
La acusación debe, pues, llegar al tribunal junto con 
las más irrebatibles pruebas, y el juez que instruye el 
sumario es quien debe acumularlas; misión harto difícil 
y frecuentemente larga. Si el criminal ha tenido sangre 
fría, si no ha dejado rastro tras de sí, desde el fondo de 
su calabozo puede reirse del juez y de su talento. Es una 
lucha terrible, que estremece, si se para uno a considerar 
que aquel hombre allí encarcelado, sin consejos, sin de- 
fensa, puede ser inocente. 
Muchas veces la justicia se ve forzada a darse por ven- 
cida; está persuadida de que ha encontrado al culpable, 
la lógica se lo pone a.la vista y el buen sentido se lo indica, 
y sin embargo tiene que poner en libertad al criminal por 
falta de pruebas. 
Desgraciadamente quedan crímenes impunes. Un abo- 
gado ya antiguo en el ejercicio de su carrera confesaba 
que conocía hasta tres asesinos ricos, dichosos, y respeta- 
dos, que a menos de un milagro morirían rodeados del 
respeto general y se les pondría un honroso epitafio en 
su sepultura, 
A. la idea de que un criminal podía evitar la acción de 
la justicia, la sangre del padre Tabaret abrasaba sus ve- 
nas, como si aquel hecho constituyese una ofensa personal. 
Tal monstruosidad, según él, se debía a ia falta de 
celo en los magistrados encargados del sumario y a la 
mala policía. 
— No soltaré yo mi presa como la sueltan ellos — 
murmuraba con aire satisfecho.—No hay crimen cuyo 
autor no pueda descubrirse, a menos de que lo haya 
hecho un loco, cuyos medios se escapen al razonamiento 
de los demás; aunque tuviera que estar toda mi vida bus- 
cando a un criminal, lo encontraría y no me daría por ven- 
cido, como le sucede tantas veces a ese majaderu de 
Gevrol,
	        
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