Full text: El proceso Lerouge

0 EL PROCESO LEROUGE 
lábase también haber visto entrar en su casa varias veces 
1 un joven que vestía como los empleados del ferrocarril, 
y otras a un hombre alto, moreno, ya de edad, que usaba 
blusa, y de aspecto sospechoso; suponíase que alguno de 
ístos debía ser su amante. 
El comisario tomaba nota de todo esto, y no había 
terminado aún su tarea, cuando llegó el juez de instruc- 
ción acompañado del jefe de policía y de uno de sus agen- 
tes más hábiles. 
El señor Daburon, que, con gran sorpresa por parte 
de sus amigos, había presentado la dimisión de su cargo 
cuando más le sonreía la fortuna, era a la sazón un hom- 
bre de treinta y ocho años, de agradable aspecto, sim- 
pático, no obstante su frialdad, y de una fisonomía dulce, 
aunque triste; tristeza que le había quedado de una enfer- 
medad que dos años antes le tuvo a las puertas de la 
muerte, 
Juez desde hacía tres años, habíase adquirido una repu- 
tación envidiable: laborioso, prudente, dotado de enten- 
dimiento sutil y de rara penetración, sabía poner en claro 
el asunto más enredado, y seguir el hilo conductor en me- 
dio de otros infinitos que podían confundirle. Armado de 
inflexible lógica, resolvía los más graves problemas, y era 
notable la habilidad con que sacaba las consecuencias 
más concluyentes y manifiestas de hechos que parecían 
no tener conexión ni importancia. 
A. pesar de tan excelentes cualidades, no había nacido 
para tan sombría profesión: le faltaba audacia para esos 
golpes de relumbrón que unas veces lo arriesgan todo y 
otras arrancan la verdad por medio de la sorpresa. 
El era incapaz de tender un lazo a un acusado, y se 
le tachaba de tímido en los tribunales; lo cierto es que 
sólo el pensamiento de un error judicial le erizaba los 
cabellos; que no lc bastaban las pruebas morales, los in- 
dicios, la convicción de la conciencia... ¡necesitaba prue- 
bas irrecusables! No descansaba hasta que lograba que 
el reo inclinase su cabeza ante la evidencia. 
El jefe de policía no era otro que el célebre Gevrol, 
hombre hábil si los hay, pero al cual faltaba constancia, 
y que se dejaba cegar por una fatal obstinación: si perdía 
una pista no lo manifestaba jamás, y por nada del
	        
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