166 EL PROCESO LEROUGE
anciano conde de Commarin, su rostro estaba radiante.
Una vez fuera, el señor Daburon no pudo resistir un
movimiento de curiosidad, y corriendo hacia la puerta
observó, ocultando el cuerpo para que no pudiese ser
visto,
El Conde y Rafael aun no habían llegado al final de
la galería; el Conde se arrastraba lentamente, con trabajo,
y el abogado andaba despacio, inclinándose hacia el an-
ciano, y al parecer guiándole con la mayor solicitud.
El juez siguió escondido hasta que los hubo perdido
de vista, y después, volviéndo a su sitio, murmuró sus-
pirando:
— Por lo menos me felicitaré de haber hecho a uno
dichoso.
No era, sin embargo, ocasión de reflexionar; el tiempo
pasaba; quería oir a Alberto lo más pronto posible, y aun
necesitaba la declaración de algunos criados del palacio
Commarin y escuchar lo que manifestara el comisario de
policía encargado de la prisión de Alberto.
Los criados citados esperaban hacía ya rato, y fueron
entrando seguidamente. No daban gran luz en el asunto,
y sin embargo, todos venían con nuevas que decir y, lo
que era más extraño, todos creían culpable a su joven
señor,
Las maneras de Alberto toda aquella terrible semana,
sus palabras, sus menores ademanes, todo parecía enton-
ces justificado, y todo fué circunstanciadamente transmi-
tido al juez de la causa.
il hombre que vive en medio de treinta criados, es
muy parecido al gusano encerrado en un tubo de cristal,
al cual examina el anteojo del naturalista.
No se escapa ninguno de sus menores movimientos,
no puede tener un secreto sin que se adivine por lo menos
que lo tiene, aunque no puedan saber de lo que se trata.
Desde por la mañana hasta por la noche, es el punto de
mira de todos los ojos interesados en estudiar las más
pequeñas alteraciones de su fisonomía.
El juez pudo recoger multitud de datos, insignifican-
tes en apariencia, pero que en la situación de ahora eran
cuestión de vida o muerte para el joven Vizconde.
Reuniendo todas aquellas pequeñeces, coordinándo=