Full text: El proceso Lerouge

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EL PROCESO LEROUGB 169 
cuarto en tal estado que daba compasión. Lupin quiso . 
enviar por un médico, lo que no consintió como tampoco 
el que hablase a nadie de su indisposición. 
Esto era todo lo que decían las veinte páginas escritas 
por el escribano, sin que se permitiera siquiera alzar la 
cabeza para examinar a los testigos que entraban y salían. 
El señor Daburon había recogido estas declaraciones 
en menos de dos horas. 
Aunque conocían la importancia de sus palabras, 
todos los criados habían tenido la lengua sumamente li- 
gera en contra de su señor, y no fué lo difícil hacerles 
hablar; lo dificil era hacerles callar, una vez que estaban 
en el uso de la palabra. 
Sin embargo, de las manifestaciones hechas, resultaba 
que Alberto era un excelente joven, amable y atento con 
sus criados, de buenas costumbres, de excelente carácter, 
y—¡cosa raral—<on tales condiciones ¡o hubo, entre 
tantos criados, tres que se sintieran en verdad afligidos 
por la suerte de su señor. Dos únicamente parecieron in- 
quietarse algo, y fuerza es confesar que Lubin, el ayuda 
de cámara del Vizconde, no era uno de éstos. 
Llegó su vez al comisario de policía, y en dos palabras 
dió cuenta de la prisión, tal como la había narrado el 
buen padre Tabaret, sin olvidar aquella frase escapada a 
Alberto: «¡Estoy perdido!» Por fin le hizo entrega de todos 
los objetos recogidos en el cuarto del vizconde de Com- 
Marin. 
El juez examinó escrupulosamente todas aquellas pie- 
zas de convicción, procurando ponerlas en relación con 
el examen que había hecho sobre el teatro del crimen de 
La Junquera. » 
¿n aquel momento se encontró más satisfecho que lo 
había estado durante el día. Depositó aquellas pruebas 
materiales sobre la mesa y tapándolas con dos o tres 
grandes hojas de papel, de esas que sirven para hacer las 
cubiertas de los legajos. 
Se hacía tarde y el señor Daburon no podía ya dispo- 
ner más que del tiempo preciso para hacer declarar al 
detenido. ¿Por qué vacilaba aún? Tenía más pruebas 
de las que necesitaba para enviar, no digo a un hombre, 
sino a diez, ante los tribunales, y las armas de que iba a
	        
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