EL PROCTSO LEROUGE 175
Alberto entró con la cabeza alta; su rostro llevaba im-
presa la fatiga de repetidas veladas; estaba demacrado, y
sus ojos despedían llamas.
Las preguntas de pura fórmula con que empiezan los
interrogatorios dieron al señor Daburon tiempo para re-
ponerse.
Por suerte suya, se había trazado un plan, y ya no
tenía más remedio que seguirlo.
— Creo que sabréis, caballero—le dijo,—que no te-
néis derecho alguno al nombre que lleváis.
—Lo sé, caballero. Sé que no soy hijo legítimo del
conde de Commarin, y que mi padre no puede recono-
cerme aunque lo quisiera, porque he nacido en tiempo de
su matrimonio.
— ¿Y qué sentisteis en el momento de saberlo?
— Mentiría si no dijera que fué un tremendo pesar.
Cuando se halla uno a la altura que yo me encontraba,
la caída es mucho más fuerte y dolorosa... Sin embargo,
ni un solo momento he abrigado la idea de disputar sus
derechos al señor Rafael Gerdy, y antes igual que ahora,
estoy dispuesto a retirarme; así se lo he manifestado al
señor conde de Commarin.
El juez aguardaba ya esta respuesta. ¿No estaba den-
tro del sistema de defensa del acusado? Su interés estaba
ahora en inutilizar esta defensa, en la cual se encerraría
el preso como en una malla de acero.
— No podíais—repuso el juez, —oponer gran resistencia
al señor Gerdy, porque aunque tuvieseis de vuestra parte
al Conde y a vuestra madre, el señor Gerdy tenía ala viuda
Lerouge, que os habría hundido.
—Siempre lo he creído.
— Pues bien—replicó el juez, esperando sorprender
1a mirada de Alberto en aquellos momentos, —la justicia
cree que para destruir la única prueba que contra vos
existía, habéis asesinado a la viuda Lerouge.
Esta frase tan formidable, y aun más terrible por la
energía con que fué dicha por el juez, no cambió en nada
el continente de Alberto; conservó su actitud, digna, sin
altivez, y ni un pliegue contrajo su frente.
—En nombre del Cielo y por lo más sagrado en el
mundo, os juro, caballero, que soy inocente. Me habéis