198 EL PROCESO LEROUGE
— Señor —dijo, —me ordenasteis que os acompañara,
y he obedecido; pero ahora otro deber sagrado me espera.
La señora Gerdy está quizá agonizando: ¿debo abandonar
en sus últimos momentos a la que me sirvió de madre?
— ¡Valerial —murmuró el Conde.
Y cubriéndose el rostro con las manos, se entregó al
recuerdo de aquel pasado, resucitado en su memoria por
las circunstancias actuales.
— Me ha hecho mucho daño —murmuró; —ha entris-
tecido mi vida; pero no debo ser implacable ante la muerte.
Muere por el asesinato de Alberto, de nuestro hijo... yo
lo quise; culpa mía fué, Quizá en esta última hora una
palabra mía será un inmenso consuelo para ella, os acom-
pañaré, caballero,
Rafael se estremeció; no le convenía.
— ¡Oh, oral id rá vivamente. —No deseéis tan
horroroso espectáculo. Si la señora Gerdy existe todavía,
su inteligencia ha dejado de funcionar normalmente, su
cerebro no ha podido resistir tan tremendo choque; la
infortunada no podrá reconoceros, ni siquiera oiros,
— Entonces, marchad solo, hijo mío.
Esta frase «hijo mío» fué pronunciada con tal acento
de ternura que resonó como un canto de victoria en los
oídos de Rafael, sin que su reserva habitual se desmin-
tiese por esto,
Inclinóse para despedirse, y el noble Conde le indicó
que se esperara.
— Vuestro cubierto —dijo —será desde hoy servido en
mi casa; como a las seis y media en punto, y osruego
vengáis que tendré mucho gusto en veros,
Llamó y se presentó Dionisio.
— Dionisio, ninguna de las consignas que pueda dar
para los extraños comprenden a este caballero: el señor,
cuando se presente, está en su casa,
El abogado salió, y el Conde sintió viva alegría al |
verse solo: los sucesos se habían precipitado de tal moda
desde aquella mañana, que su mente apenas había po-
dido seguirlos. Por fin tenía tiempo y calma para refle-
xionar.
— He aquí—se decía—a mi hijo legítimo; estoy se-
guro de cuando nació, y encuentro en él mi vivo retrato