Full text: El proceso Lerouge

mes; 
EL PROCESO LEROUGE 217 
tanto, lo que valen. Nada pueden probar los indicios, por 
graves que resulten, cuando no puede demostrarse la 
evidencia. Alberto es victima de coincidencias extrañas; 
pero otros que se hallaban en su caso se han salvado cuando 
menos se esperaba, y una sola palabra ha sido suficiente 
para deshacer todo ese tejido de indicios. Peor era el ne- 
gocio de mi sastre, que adquirió un cuchillo y se lo enseñó 
a diez amigos suyos, diciéndoles: «Esto es para mi mujer, 
que es una mala pécora que me engaña con los oficiales». 
Aquella noche los vecinos oyeron una terrible dispula 
entre el matrimonio, gritos, amenazas; de repente todo 
quedó en silencio y al día siguiente el sastre había des- 
aparecido de su casa, en la que ncontró a su mujer 
asesinada. ¡Pues bien, no era el marido quien la había 
matado, sino un amante celoso! Después de esto, ¡vaya 
usted a creer en los indicios! Cierto es que Alberto no 
quiere decir cómo empleó el tiempo en esa noche, y esto 
le perjudica sobremanera; pero lo importante no es saber 
dónde estuvo, sino probar que no fué a la Junquera: 
quizá Gevrol sigue ahora mejor pista que yo. ¡Ojalá co- 
rone el éxito sus pesquisas! ¡lo deseo con toda mi alma! 
¿Qué no daría yo por ver a ese joven en libertad? La 
mitad de mi fortuna sería un sacrificio insignificante. 
¡Ah! ¡Si no consigo salvarle! ¡Si después de haber hecho 
el mal me encuentro impotente para el bien! 
Y el anciano se acostó horrorizado por este último 
pensamiento. Durmióse sin haber podido désecharlo, y, 
como era natural, tuvo un sueño horrible, 
Confundido entre aquella masa innoble que se aprieta 
y agita en la plaza de la Roquette el día que la sociedad 
se venga de uno de sus individuos, creía estar viendo la 
ejecución de un reo, y aquel reo era Alberto. Percíbía al 
desgraciado con las manos atadas a la espalda, vuelto el 
cuello de su camisa, apoyándose en un sacerdote y su- 
biendo penosamente las gradas del cadalso. Veíale sobre 
el tablado fatal paseando una mirada serena sobre la 
multitud: luego los ojos del reo se fijaban en los suyos; 
le señalaba a él solo en medio de la multitud y gritaba: 
¡ese es mi asesino! y al punto un clamor inmenso se al- 
zaba alrededor de él para maldecirle; quería huir y sus 
pies estaban clavados en la tierra, y Alberto volvía a gritar:
	        
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