BL PROCESO LEROUGE 229
culpabilidad de Alberto, que era justificarse él mismo.
— Vos no sabéis, señorita —insistió, —los vértigos que
pueden sobrecoger a un hombre hasta el extremo de ha-
cerle perder la razón. Precisamente cuando perdemos una
cosa es cuando podemos comprender todo lo que valía.
Dios me libre de dudar de lo que vos decís; pero haceos
cargo de la hecatombe que afligía al vizconde de Gomma-
rin, ¡y qué sal éis si al separarse de vos ha sido acometido
de una desesperación que le haya arrastrado al exceso
que deploramos! Durante una hora puede haber tenido
un extravío, en que no se haya podido dar cuenta él
mismo de la gravedad de su acción, y de esta forma se
puede explicar el crimen.
El rostro de Clara palideció de tal modo que el juez
pudo creer por un momento que la duda se iba poseslo-
nando del alma de la joven.
— ¡Habrá estado loco! —murmuró.
— Quizá—repuso el juez;—y al mismo tiempo, las
circunstancias del crimen revelan una extraordinaria pre-
meditación. Creedme, señorita, desconfiad; escuchad mi
voz, que es la de un amigo; guardad silencio y esperad;
esconded a todos vuestro legítimo dolor, porque más
tarde quizás os arrepintáis de haberle dado a conocer.
Joven, sin experiencia, sin guía, sin madre, habéis ceolo-
cado mal vuestro primer afecto.
— No, no—murmuró Clara, —vos decís lo que todos,
como ese mundo egoísta, al cual yo desprecio.
— ¡Pobre niña! —murmuró el señor Daburon—éste
es vuestro primer desengaño; pero sois joven, tened energía
y podréis sacar a puerto seguro vuestra felicidad. ¡Ah!
Yo mejor que nadie puedo decíroslo, ¡no hay herida que
no cicatrice el tiempo!
Clara oía atentamente las palabras del juez, que le
parecían un ruido confuso, cuyo verdadero sentido no
podía entender
— No os comprendo, caballero —interrumpió; —¿qué
consejo es el que me dais?
— El único que puede daros la razón y el interés que
me inspiráis. Valor, Clara; resignaos al mayor. sacrificio
que puede pedirse del honor de una joven; llorad sobre