242 EL PROCESO LEROUGFE;
le contestaría? Quizá se vería acometida de algún ataque
de nervios, y le perturbaría la digestión.
Pensó, sin embargo, en el inmenso dolor que Clara
debía sufrir; tuvo un buen sentimiento, y la hizo entrar.
Se dijo que sería indigno de su carácter negarse a
recibir a la que ya había consentido en que se llamara
vizcondesa de Commarin; dió orden de que le aguardase
un instante en el salón del piso bajo, donde se presentó a
los pocos segundos, porque su apetito había desaparecido
al simple anuncio de esta visita.
Iba preparado a una escena por demás desagradable;
pero, apenas le hubo visto, Clara le hizo una de aquellas
reverencias que debía a la escuela de la marquesa de Ar-
lange.
— ¡Señor Conde! —exclamó.
— Supongo que vendréis, pobre niña, a saber algo
de aquel desgraciado,
— No, señor Conde—interrumpió vivamente Clara;—
vengo, por el contrario, a darle noticias suyas; a deciros
que es inocente.
El Conde la miró piadosamente, como si hubiera te-
mido que el dolor la hubiese trastornado el juicio; y la
joven, sin fijarse en este detalle, continuó:
— Yo no he dudado un instante de su inocencia; pero
ahora tengo la prueba de lo que aseguro.
— Pensad en lo que decís, hija mía —repuso el Conde,
con acento de incredulidad.
Clara adivinó en seguida el pensamiento del anciano;
la entrevista con el señor Daburon le había hecho conocer
el valor que se da a las palabras, por más que procedan de
una persona que jamás haya mentido.
— Lo que digo es absolutamente cierto —murmuró
ella —y además fácil de probar; acabo de hablar con el
juez. El señor Daburon es uno de los amigos de mi abuela,
y después de lo que le he dicho, está convencido de la
inocencia de Alberto,
— ¿Os lo ha dicho así, hija mía? ¿Estáis segura? —
preguntó el Conde.
— Sí, señor; le he dicho una cosa que todo el mundo
ignoraba, y que el honor impedía decir a Alberto: le he
confesado que el Vizconde pasó conmigo en el jardín de