254 EL PROCESO LEROUGE
Durante unos instantes las pasiones y los intereses
callan, e involuntariamente nos recogemos en el fondo de
nuestra alma cuando en nuestra presencia exhala su úl-
timo suspiro un moribundo.
Los espectadores de esta desgarradora escena estaban
hondamente conmovidos por la postrera confesión que el
dolor arramcara a la moribunda.
Sin embargo, esta última palabra de «asesino» no sor-
prendió a nadie; todos, excepto la Hermana, estaban in-
formados de la acusación que sobre Alberto pesaba.
A €l se dirigía; sin ningún género de duda, el terrible
apóstrofe lanzado por la infortunada madre.
Rafael parecía profundamente abatido; arrodillado
junto al lecho de la que le había servido de madre, tenía
cogida una de sus manos, que llevaba a sus labios, excla-
mando entre sollozos:
— ¡Muerta, muertal
A su lado, la religiosa y el sacerdote, arrodillados
también, murmuraban oraciones encomendando a la pie-
dad de Dios el alma de la difunta.
Imploraban misericordia divina para el alma que en
aquellos momentos pasaba de los umbrales de este mundo
a los de la eternidad; pedían la felicidad de los justos para
la que tanto había sufrido en la tierra.
Sentado en un sillón, con la cabeza echada hacia atrás,
el conde de Commarin estaba más lívido que el rostro de
aquella mujer, tan hermosa en otro tiempo.
Clara y el médico acudieron en su auxilio; quitáronle
la corbata y el botón del cuello... Iba a morir de asfixia.
Ayudados por el militar, cuyos ojos encendidos po-
dían apenas contener las lágrimas, trasladaron el sillón
del Conde cerca de la ventana.
Pocas horas antes esta escena le hubiera matado:
pero el dolor pone callos en el corazón, como el trabajo en
las manos de los obreros.
— El llanto le salva —dijo el doctor al oído de Clara.
En efecto: el conde de Commarin empezaba a derra-
mar silenciosas lágrimas, y con ellas volvía en sí.
En las grandes catástrofes, el abatimiento sucede a
las más violentas emociones, como si el alma se recogiese
en sí misma para hacer frente a la desgracia; primero se
A