EL PROCESO LEROUGE 27
—¡Ah! Si encontraran la servilleta, sería un gran
indicio.
En este momento entró un gendarme.
— Aquí está —dijo, entregando el envoltorio que cho-
rreaba agua;—lo que esos hombres han encontrado, y
reclaman la recompensa prometida.
El padre Vistaclara sacó al punto de su cartera un
billete de cien francos que entregó al gendarme, y dijo,
lanzando a Gevrol una mirada de triunfo:
— Y ahora, ¿qué opina el señor juez?
— Pienso que, gracias a vuestra penetración prodi-
giosa, lograremos descubrir al criminal,
En este instante se presentó el médico municipal para
reconocer el cadáver.
El doctor confirmó todas las conjeturas del viejo po-
licia. Como éste, explicaba la posición del cadáver; supo-
nía lo mismo que Vistaclara, que había habido lucha, y
alrededor del cuello de la víctima hizo notar un ligero
círculo azulado, producido por la presión bárbara del ase-
sino, y practicada la autopsia declaró que la viuda había
comido tres horas antes de ser herida.
Sólo restaba ya recoger algún otro indicio, que más
adelante pudiera servir para confundir al culpable. El
padre Tabaret examinó con cuidado las uñas del cadáver,
y de ellas sacó algunos pedacitos de guante que, aunque
tenían apenas dos milímetros, dejaban distinguir perfec-
tamente su color; recogieron también el pedazo de vestido
en que el asesino había limpiado su arma homicida: esto,
el envoltorio encontrado en el Sena y las huellas del cal-
zado que había reunido el padre Tabaret, eran los únicos
datos que tenían para emprender la persecución del cri-
minal.
Era ya noche cerrada, y el juez no tenía ya nada que
hacer en La Junquera. Gevrol, que deseaba ardientemente
comenzar sus pesquisas encaminadas a descubrir al hom-
bre de los aretes, declaró que se quedaba en Bougival,
prometiendo emplear toda la noche, si era necesario, en
recorrer las tabernas y procurar, si podía, nuevos testigos,
En el momento de partir, cuando el comisario y demás.
funcionarios se despidieron de él, el juez invitó a Vista-
clara a que lo acompañase,