EL PROCESO LEROUGH 297
sobremanera, si su imaginación no hubiese estado ofus-
cada por los acontecimientos.
El abogado no pensaba en interrogar, y parecíale que
con sólo tocar el umbral de aquella puerta recobraba toda
su sangre fría, todo su aplomo. Entonces se dió cuenta de
la gravedad de su imprudencia y conoció el valor del
tiempo.
— Si llaman —dijo a Carlota,—no abráis; sea quien
sea, no abráis.
Julieta había acudido al oir a Rafael. El la arrastró
con violencia hacia el salón y cerró la puerta. Entonces
pudo ver la joven la alteración de las facciones de su
amante.
La joven no pudo contener un grito y murmuró:
— ¿Qué sucede?
Rafael no contestó; adelantóse hacia ella, tomó una
de sus manos, y le dijo con voz ronca, y mirándola fija-
mente con los ojos inyectados en sangre:
— Julieta, háblame con franqueza, ¿me quieres?
Su amante comprendió que pasaba algo de extraordi-
nario, que respiraba una atmósfera de desgracia; no obs-
tante, antes de responder, quiso preguntar, y con su zala-
mería habitual murmuró:
— ¡Ingrato! Sería menester...
— ¡Bastal —exclamó Rafael con una violencia en él
desconocida; —contesta sí o no: ¿me quieres?
Cien veces había jugado aquella mujer con la cólera de
su amante, gozándose en excitar su furor para calmarle
después con una sola palabra; pero en aquel instante,
aunque había lastimado sus muñecas de un modo horrible,
ni aun se quejó de aquella brutalidad, y balbució:
— Si, te amo, ¿puedes dudarlo? ¿Por qué lo preguntas?
— ¿Por qué? —repuso el abogado soltando las manos
de su amante; —porque, si me amas, ha llegado la ocasión
de probármelo; porque tienes que abandonar esta casa y
venir conmigo; y no luego sino ahora mismo.
La joven sentía miedo.
— ¿Qué sucede? ¡Dios mio! —murmuró.
— Nada; que mi amor por ti ha ido más allá de donde
debía; que el día que no tuve dinero para ti, para tu lujo,