Full text: El proceso Lerouge

62 EL PROCESO LEROUGE 
le vió ya lejos, se internó en la calle de Provenza, y des- 
pués de andar unos cien pasos, llamó a la puerta de una 
de las casas más lindas de la calle. Abrieron seguidamente 
y al pasar por la portería Rafael, el portero le saludó res- 
petuosamente. 
Al llegar al segundo piso, el abogado se detuvo, sacó 
otra llave de su bolsillo, y entró como si fuera su casa en 
la habitación del centro; al ruido que hizo la llave en la 
cerradura, una doncella muy joven y bastante linda, de 
aire resuelto y provocativo, acudió al punto exclamando: 
— ¡Ah, señor! ¿Sois vos? 
Esta exclamación la pronunció en alta voz para que 
fuese oída en toda la casa y la sirviera de señal en caso de 
necesidad; era como si se dijera: «en guardia». Pero Rafael 
no pareció fijarse en este extremo. 
— ¿Está la señora? 
— ¡Ya lo creo! ¡Y muy disgustada con vos! Como que 
quería enviarme á buscaros, y hasta hablaba de ir ella 
misma. He tenido por primera vez que desobedecer las 
órdenes de la señora. 
— Bueno, bueno—dijo el abogado. 
— La señora se halla en su gabinete; en este instante 
le preparo una taza de te. ¿Querrá tomarlo también el 
señor? 
— Sí: alumbrad, Carlota. 
Atravesó un soberbio comedor, un salón espléndida- 
mente decorado á lo Luis XV, con molduras y dorados, 
y se introdujo en un gabinete. 
Era una pieza muy alta de techo, en la cual podría uno 
creerse á doscientas leguas de París, en una de esas mora: 
das opulentas del Celeste Imperio: muebles, alfombras, 
tapices, cuadros, todo venía del mismo Hong-Kong o de 
Sanghai. 
Bastones de laca, primorosamente incrustados de ná- 
car, sostenían los portiers, y cajas maqueadas adornaban 
los ángulos de la estancia; mesas del mismo gusto la ador- 
naban, y hasta los bibelots que se veían encima de ellas, 
eran otras tantas preciosidades de aquel maravilloso 
país. 
No había balcón en ella, pero sí un mirador de crista- 
les, parecido á los escaparates de las tiendas, cubierto en
	        
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