64 EL PROCESO LEROUGE
dar me es imposible; me ataca los nervios, y 0s aguardo
desde ayer.
— No he podido de ningún modo venir,
— Sabíais, sin embargo, que hoy vence la casa, y que
tenía que pagarla. El mueblista ha venido, y ni un escudo
que darle; se ha presentado el dueño del coche, y lo mis-
mo... Gracias a ese viejo usurero de Clergot, al que he
firmado una letra por valor de tres mil francos... ¿Os pa=
rece muy agradable todo esto?
Rafael bajó la cabeza, como alumno a quien regaña
su maestro por faltas cometidas en la clase, y murmuró.
— ¡Todo ello ha sido por tardar un día!
— Que no es nada, ¿verdad?—exclamó la joven. —Un
hombre que se precia deja protestar su nombre en una
letra si es preciso, pero nunca el de la amante. ¿Por quién
queréis que me tengan? ¿No os acordáis que ya no puedo
aspirar a otra consideración que a la que da el dinero?
El día que no pague...
— ¡Mi amada Julieta! —repuso dulcemente el abogado.
Ella le interrumpió con brusquedad.
— ¡Mi querida Julieta! ¡Mi querida Julietal Mientras
estáis a mi lado todo va bien; pero en cuanto no me tenéis
a la vista, segura estoy de que olvidáis que existe en el
mundo una Julicta.
— ¡Qué injusta sois! —repuso Rafael —¿no tenéis se-
guridad de que siempre pienso en vos? ¿No os he dado
pruebas mil veces y voy a probároslo ahora mismo?
Sacó de su bolsillo el paquetito que había tomado de
su mesa, y desliándolo, mostró un estuche de terciopelo,
— He aquí—dijo—el brazalete que tanto 0s ag adó
hace unos cuantos días en casa del diamantista Beau-
grand.
Julieta alargó la mano para tomar el estuche, le entre-
abrió con indiferencia, fijó en él una mirada y dijo:
— ¡Ahi
— ¿Es ése?
— Sí, pero me pareció más hermoso en el escaparate.
Y cerró el estuche poniéndolo desdeñosamente sobre
una mesita colocada cerca de ella.
— Veo que estoy desafortunado esta noche —dijo el
abogado con despecho,