70 El. PROCESO LEROUGE
Contemplaba a Julieta, y su cólera se evaporaba, pregun-
tándose si no había estado demasiado duro con ella.
Cuando Carlota se hubo marchado, volvióse a sentar
en el diván al lado de su amada, y le dijo:
— Vamos, ya has sido sumamente dura esta noche:
si he cometido alguna falta, ya estoy bastante castigado,
firmemos las paces, y abrázame.
Ella le rechazó con dureza y dijo:
-— Dejadme; ¿cuántas veces tendré que deciros que
estoy mala esta noche?
— ¿De veras estás mala? ¿Quieres que mande a bus-
car a un médico?
— No vale la pena; conozco mi enfermedad: se llama
hastío, y no sois vos el médico que necesito.
Rafael se puso en pie despechado y fué a sentarse al
otro lado de la mesa para tomar el te; su resignación decía
bien claro la costumbre que tenía de recibir aquellos des-
denes. Julieta le maltrataba, y sin embargo volvía a ella
como el perro castigado a su señor; y aquel hombre tenía
fama de carácter duro, enérgico.... ¡tal es el mundo!
— Me decís hace ya bastante tiempo que os disgusto;
¿qué he podido hacer para enojaros?
— Nada.
— ¿Entonces?
— Es que mi vida es por completo aburrida. ¿Qué
culpa tengo yo de aburrirme? ¿Os parece tan halagador
ser amada por vos? Examinaos un poco: ¿puede haber
hombre más triste, más melancólico, más preocupado por
celos insoportables?
— Pensad que vuestro recibimiento es capaz de dejar
melancólico al hombre más jovial; además, se está celoso
cuando se ama.
— Pues entonces, se toma una mujer hecha de encargo,
se la mete en una urna y se la coloca encima de una mesa,
— ¡Cómo estáis esta noche! Hubiera preferido no veros,
— Y hubiera yo pasado la noche sola, sin más distrac-
ción que mi cigarro, ¿Creéis que es una vida alegre pasar
la noche en casa?
— Es la existencia de todas las mujeres honradas que
conozco —dijo gravemente el abogado.
— Gracias; no las envidio. Por fortuna mía no perte-