EL PROCESO LEROUGE 79
lidad no sirve sino a los hábiles, nunca a los imbéciles. Ha-
cedme el favor de sentaros y hablad.
Y el anc.ano agente, con una lucidez y una precisión
de que no se le hubiera creído capaz, refirió al juez de
instrucción cuanto le había dicho Rafael: citó de memoria
las cartas con una fidelidad pasmosa.
— Y esas cartas las he visto, y hasta me he apoderado
de una para comparar la letra, si es preciso.
— Sí —murmuró el magistrado; —conocéis al culpable,
señor Tabaret; la duda no es posible. ¡Dios lo ha querido!
El crimen genera el crimen; la falta del padre ha conver-
tido al h jo en un asesino. E
— No he citado nombres—dijo el agente, —porque
quería ante todo conocer vuestra opinión.
— Hablad sin temor—repuso el magistrado con ve-
hemencia; —por alto que sea preciso herir, un juez recto
no vacila.
—Lo sé, señor; el padre que ha sacrificado su hijo
legítimo a un hijo bastardo, es el conde Rheteau de Gom-
marin; y el autor de la muerte de la viuda Lerouge es el
bastardo, el vizconde Alberto de Commarin.
El padre Tabaret, como hábil artista, pronunc'ó estos
nombres con bien calculada lentitud, seguro de que pro-
ducirían una impresión tremenda; pero ésta excedió a
sus esperanzas. El juez Daburon quedó mudo de estupor,
permaneció inmóvil, con los ojos fijos, y tras un corto si-
lencio, murmuró maquinalmente:
— ¡Alberto de Commarin, Alberto de Commarin!
— Si—ins stió el padre Tabaret;—el noble Vizconde;
es muy natural que os parezca increíble.
Juzgó que la alteración de las facciones del magis-
trado era superior a lo que el asunto requería, y aproxi-
mándose al lecho preguntó:
— ¿Os ponéis malo, señor Daburon?
— No—contestó el interpelado sin saber lo que decía;
—pero la emoc.ón, la sorpresa...
— Comprendo, comprendo —dijo el anciano.
— No podéis comprenderme; necesito estar solo un
momento, pero no os vayáis; es preciso que hablemos de
esto largamente. Pasad un instante a mi despacho; to-
davía estará encendida la chimenea; yo os sigo al punto,