EL PROCESO LEROUGE 87
el instante en que la Marquesa se encontraba de pie y en
actitud furiosa.
— ¡Pagar! —exclamó— ¡para que esos asesinos repi-
tieran sus malos tratamientos! ¡Animarles con una debili-
dad culpable! ¡Jamás! ¡Jamás! Por otra parte, para pagar
se necesita dinero, y yo no le tengo.
— ¡Oh! —dijo el magistrado; —se trata de ochenta y
siete francos.
— ¿Y qué? ¿No es nada? Ya se ve, señor juez, que Os
sobra el dinero. ¡Claro! vuestros padres eran personas
obscuras, y la revolución pasó sobre sus cabezas sin to-
carlas, y ¡quién sabe si se aprovecharon de ella! En cam-
bio se ha llevado todos los bienes de los Arlange. Y vamos
a ver: ¿qué me sucederá si me obstino en no hacer caso
de la sentencia?
— Muchas cosas desagradables. Os enredarán en un
proceso escandaloso, os harán gastar en escribanos y
abogados, y podrán proceder hasta a un embargo.
— ¡Ah, ya veo que la revolución no ha concluido! ¡Sois
muy feliz, mi pobre Daburon, en haber nacido en humilde
cuna! Veo que no tendré más remedio que pagar, y esto
es bien dolorozo para mí, que tantos sacrificios me he im-
puesto por mi nieta.
El señor Daburon conocía bien a la Marquesa, y la
palabra «sacrificios» le sorprendió de tal modo, que invo-
luntariamente murmuró:
— ¡Sacrificios!
— ¿Podéis dudarlo? —replicó la Marquesa. —Sin ella,
¿creéis que viviría yo en la estrechez en que vivo? No, señor;
el difunto Marqués me habló muchas veces de juegos en
que la suerte dobla en un instante el cap'tal, y de no haber
sido por esa niña, yo hubiera arriesgado toda mi fortuna
a una carta; y ¡quién sabe si sería rica a estas horas! ¡Pero
el porvenir de mi nieta me contiene! ¡Jamás! Conozco mis
deberes de madre, y conservaré mis escasas rentas para
mi pobre Clara.
El magistrado no encontró nada que replicar a esta
abnegación que le pareció tan heroica.
— ¡Ah! La suerte de esa pobre niña es mi cruel pesa-
dilla, puedo confesároslo, señor Daburon; deseo verla
casada.