EL PROCESO LEROUGE 7
había encontrado una llave de gran tamaño, y avanzaba
«on aire de triunfo llevándola en la mano con el brazo le-
vantado.
— Dame acá, muchacho —dijo el sargento;-—veremos
si abre.
Probaron la llave, que, en efecto, era la de la casa.
El gendarme y el cerrajero cambiaron entonces una
mirada que quería decir:
— Esto se va embrollando.
Entraron en la vivienda, mientras que la multitud,
a duras penas contenida por los gendarmes, se levantaba
sobre las puntas de los pies, estiraba el cuello y se corría
todo a lo largo del muro, tratando de enterarse de lo que
pasaba dentro.
Desgraciadamente, los que habían temido un crimen no
se equivocaron; y el comisario de policía se convenció de
ello desde el umbral de la puerta; todo en la primera pieza
denotaba la lúgubre presencia de malhechores.
Los muebles estaban en desorden, la cómoda y dos
grandes baúles, habían sido violentados, y su contenido
aparecía esparcido por el suelo.
En el segundo aposento, que servía de dormitorio,
el desorden era mayor aún; evidentemente una mano
furiosa lo había trastornado todo.
Finalmente, cerca de la chimenea, y con el rostro es-
condido entre la ceniza, yacía el cadáver de la viuda
Lerouge.
Tenía la cabeza completamente carbonizada, y mi-
lagro parecía que el fuego no se hubiera comunicado á las
ropas.
— ¡Canallas! —murmuró el sargento. —¿No hubieran
podido robar sin dar muerte á esta pobre mujer?
— ¿Pero ha sido herida? No veo rastro de sangre, —
dijo el comisario.
— Sí, aquí, entre los dos hombros, mi comisario; dos
terribles puñaladas. Apostaría mis galones de sargento
a que no pudo lanzar un quejido.
Inclinóse sobre el cadáver y lo examinó.
— ¡Oh! —prosiguió —está frío, y seguramente rígido;
hace lo menos treinta y seis horas que se cometido el
asesinato.