94 EL PROCESO LEROUGE
me hacía de un protector que reemplazaba a todos los
que he perdido.
El señor Daburon no pudo contener un sollozo; tenía
destrozado el corazón.
— Una palabra—prosiguió Clara, —una sola palabra
me hubiera iluminado... ¿Por qué no la habéis pronun-
ciado? ¡Con cuánto placer me apoyaba en vuestro brazo
como en el de un padre! ¡Con qué alegría me decía que po-
día contar con vuestro corazón como con el mío propio!
¡Ah! ¡Si mi confianza hubiera ido más lejos, habría evi-
tado esta horrible noche! Yo debía haberos confesado que
no me pertenecía, que he puesto mi amor en otro hombre.
Estas palabras produjeron en el magistrado el efecto
de un rayo.
— No—balbució, hondamente conmovido; —no hu-
biera sido mejor hablar; lo malo, Clara, es que hayáis
hablado ahora. Gracias a vuestro silencio he pasado seis
meses de encantadores sueños... ¡Ellos formarán mi única
parte de dicha en el mundo!
Una tenue claridad permitía aún al señor Daburon
distinguir las facciones de la señorita de Arlange; su ros-
tro encantador tenía la blancura, la inmovilidad del már-
mol, Gruesas lágrimas se deslizaban silenciosamente por
sus mejillas, y le parecía al enamorado juez que le era
dado contemplar el extraño espectáculo de una estatua
que llorara.
— ¿Habéis entregado vuestro corazón? —murmuró al
fin—¿y vuestra abuela lo ignora? Vos no podéis haber
elegido sino a un hombre digno de vos. ¿Por qué lo habéis
ocultado a vuestra abuela? ¿Por qué no le recibe?
— Existen obstáculos —repuso Clara; —que quizá no
se podrán remover jamás; pero una mujer como yo no
puede amar más que una vez en la vida, y si no me es
posible casarme con el que amo, me consagraré a Dios,
— ¡Obstáculos! —murmuró el magistrado; —¡amáis a
un hombre que no sabe vencer esos obstáculos!
— Soy pobre, su padre posee una fortuna colosal y
un carácter duro e inflexible,
— ¡Su padre, las riquezas! ¿Y esto le detiene? ¿Sabe
qu» vos le amáis y vacila? ¡Ah! ¡Si yo estuviese en su lugar,
y contra mí el mundo entero! ¿Qué sacrificio puede haber