EL DINERO DE LOS OTROS
cesos de vaga melancolía que en
vtro tiempo la asaltáaban.
Temiendo que la traicionasen sus
miradas, durante dos semanas se-
guidas tuvo el valor de no asomar-
se al balcón a la hora en que sabía
que había de pasar Mario por allí.
A pesar de esto, estaba perfecta-
mente informada de las alternati-
vas de la obra emprendida por el
señor Tregars.
Más entusiasta que nunca de su
discípulo, el signore Segismundo
Pulci no cesaba de cantar sus ala-
banzas con tal riqueza de expresión
y tanta exuberancia de gestos, que
divertían mucho a la señora Favo-
ral, quien los días en que asistía a
la lección de su hija complacíase en
excitar la locuacidad del ingenuo
profesor diciéndole :
— ¿Y qué es del famoso discípulo?
Y según lo que Mario le hubiese
dicho, solía contestar con la mayor
vandidez :
—Nada, en la más pura satisfac-
ción y todo le sale a medida de sus
mayores esperanzas,
O bien frunciendo el ceño, decía :
—A yer estaba muy preocupado a
causa de una decepción inesperada,
pero no por eso se siente abatido y
creo que triunfaremos.
Gilberta no podía por menos de
sonreir al ver a su madre entrando
inconscientemente en la complici-
. dad del signore Segismundo.
Luego se-reprochaba aquella son-
risa y el haber llegado, por una pen-
diente insensible y fatal, a regoci-
jarse de aquella complicidad de que
en otro tiempo habría protestado
como de una humillación.
A su pesar, sin embargo, apasio-
nábala aquella partida empeñada
entre ella y su madre y cuyo inte-
rés estaba en su secreto.
IOI
Ese juego había llegado a distraer
sus horas, tan monótonas hasta en-
tonces, siendo una fuente de emo-
ciones constantemente renovadas.
— ¿Acaso—se decía—Mario ha
vacilado un instante en representar
un papel que repugnase a su leal-
tad? ¿Ha dudado, quizá, en luchar
apelando a la astucia y a la perfidia
con los intrigantes que estafaron a
su padre, cuando ha visto que eran
las únicas armas que le darían la
victoria? ¿Quién sabe a qué traba-
jos obscuros, a qué intrigas com-
plejas y a qué maquinaciones dudo-
sas se ve condenado un hombre tan
altivo como él para conseguir lo que
le pertenece?
Y aquella comunidad de sufri-
mientos consolábala algo, porque le
parecía que siguiendo su trazada lí-
nea de conducta, ella contribuía en
cierto modo al éxito, echando su
grano de arena en la balanza de sus
destinos,
Pero el disimulo de una joven,
por inocente e inexperta que se la
suponga, dará siempre al traste con
la diplomacia de una madre, por
muy sagaz que sea.
Las semanas sucedieron a los
días y los meses sucedieron a las
semanas, y la señora Favoral se
cansó al fin de una vigilancia inútil,
y poco a poco la abandonó casi por
completo.
Suponía que en cierto momento
a su hija le había ocurrido algo ex-
traordinario, pero se había persua-
dido de que aquello, fuese lo que
fuese, había sido olvidado.
Gilberta se dió cuenta de estas se-
guridades de su madre, y desde en-
tonces pudo asomarse impunemen-
te al balcón en las horas y los días
en que por allí pasaba Mario sin te-
mor de que nadie la pidiese cuentas