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de las emociones que experimen-
taba.
A la hora convenida, invariable-
mente, y con una puntualidad que
emulaba la exactitud matemática
del cajero del Crédito Mutuo, el jo-
ven daba vuelta a la esquina de la
calle de Turena, cambiaba con su
amada una rápida mirada y prose-
guía su camino.
Estaba ya restablecido por com-
pleto y había recobrado con la sa-
lud la gracia viril y potente que re-
sulta del equilibrio perfecto de la
delicadeza y de la fuerza.
Mario habíase despojado de su
traje pobre de antes, y ahora iba
vestido con la elegancia Fu rebus-
cada pero senc illa, que denunciaba
al primer golpe de vista ese mirlo
blanco que se denomina «un hom-
bre comme il faut», y siguiéndole
con la vista cuando subía al bulevar
Beaumarchais, la señorita Gilberta
sentíase inundada por oleadas de
alegría y de orgullo que le subían
del fondo del alma.
— ¡Quién podrá imaginarse — se
decía—«que ese joven que va por ahí
es mi prometido, y que acaso esté
próximo el día en que sea su espo-
sa y me apoye en su brazo! ¡Quién
sospechará que todos mis pensa-
mientos le pertenecen y que por mí
ha renunciado a las ambiciones de
toda su vida en persecución de un
doble fin! ¿Quién podría suponer
que es Gilberta quien trae al mar-
qués de Tregars por la calle de
Saint-Gilles?
Evidentemente no carecía de mé-
rito el ir a pasearse por el Marais,
pues el invierno había tendido una
espesa capa de lodo sobre el pavi-
mento de aquellas callejuelas, olvi-
dadas siempre de los encargados de
la limpieza pública.
DINERO DE LOS OTROS
La casa del cajero del Crédito
Mutuo había recobrado la tranqui-
lidad reinante antes de la guerra y
su adormecedora monotonía, ape-
nas alterada por las comidas del sá-
bado, las ingenuidades del señor
Desclavettes o los juegos de palabra
del viejo Desormeaux.
Máximo no habitaba ya en el do-
micilio de sus padres.
De regreso en París inmediata-
mente después de la Commune, y
no sintiéndose con ánimo para su-
frir por más tiempo el despotismo
paterno, se había establecido en un
cuartito del bulevar del Temple, y
sólo cediendo a las vivas y reitera-
das instancias de su madre se do-
blegó a ir todas las noches a comer
a la calle de Saint-Gilles.
Aunque trabajaba sin descanso,
cumpliendo el juramento hecho a
su hermana, no había adelantado
gran cosa.
Aquellos días no eran muy a pro-
pósito para conseguir una buena co-
locación, y no se le presentaba de
nuevo ocasión de obtener lo que
tantas veces había dejado escapar.
A falta de mejor acomodo, con-
servaba su empleo de auxiliar del
ferrocarril; pero, como no eran su-
ficientes los 200 francos mensuales
de sueldo para subvenir a sus nece-
sidades, pasaba una parte de la no-
che haciendo copias para el sucesor
del abogado señor Chapelain.
—Ya veo que necesitas mucho di:
nero—le decía su madre al verle cop
los ojos enrojecidos.
— ¡Está todo tan caro !—contes:
taba con una sonrisa que equivalía
a una confidencia y que, no obs-
tante, escapaba a la penetración de
la señora Favoral.
A pesar de todo, poco apoco ha-
bía ido pagando a sus acreedores,
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