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EL DINERO DE LOS OTROS 9
Máximo habíase desplomado en su
asiento.
Unicamente la señorita Gilberta
conservaba alguna sangre fría,
—Es una vergúenza—exclamó—
que nos dejemos ultrajar de seme-
jante manera... El Barón es un im-
postor, un miserable... que mien-
te... Padre mío...
—El señor Favoral pareció no oir
la voz de su hija, y permanecía en
pie recostado en la puerta del sa-
lón, más pálido que un cadáver y,
sin embargo, tranquilo.
—Son inútiles las explicaciones
«—dijo.—Mi caja está vacía, y todas
las apariencias me condenan,
Su esposa se había acercado a
él y le estrechaba la mano.
La desgracia es terrible—mur-
muró,—pero no irreparable. Ven-
deremos cuanto poseemos.
— «¿No cuenta usted con amigos?
¿Olvida que estamos aquí nosotros?
-—preguntaron los señores Descla-
vettes, Desormeaux y Chapelain.
El señor Favoral apartó dulce-
mente a su mujer y dijo con des-
aliento:
—« ¿Qué poseemos todos juntos?
Un grano de arena en un abismo.
Además, todos hemos perdido cuan-
to poseíamos; estamos arruinados.
on movimiento simultáneo, la
concurrencia se puso en pie, lívido”
el rostro y centelleantes los ojos.
— ¡Arruinados!—exclamó el se-
ñor Desormeaux. — ¡Arruinados!
1 Y los cuarenta y cinco mil francos
que le confié?
El señor Favoral no contestó :
-¿Y nuestros ciento veinte mil
francos? — gimieron el señor Des-
clavettes y su esposa.
— ¿Y mis ciento sesenta mil fran-
cos? — eritó con una imprecación
Chapelain.
El cajero se encogió de hombros.
—Perdidos totalmente—contestó.
Entonces la rabia de aquellas
gentes no, tuvo límites; se olvida-
ron de que. el desgraciado era su
amigo desde hacía veinte años, de
que eran sus huéspedes en aquel
momento y comenzaron á abrumar-
le con amenazas y con injurias
soeces.
El ni siquiera trató de defenderse.
—Continúen, continúen—excla-
mó. — Cuando .un pobre perro,
arrastrado por la corriente, se aho-
ga, las personas piadosas le arro-
jan piedras desde lo alto del puen-
te...
— «¿Por qué no nos advirtió que
hacía especulaciones con nuestros
fondos? — rugió el señor Descla-
vettes.
Al oir estas palabras, el señor Fa-
voral se irguió, y con gesto tan te-
rrible que hizo retroceder asustados
a todos, en tono de aplastante iro-
nía ;
— «¿Pero a qué ahora se enteran
ustedes de que yo especulaba? Que-
ridos amigos, ¿dónde y en qué bol-
sillos encontraba el exorbitante in-
terés que les vengo entregando des-
de hace años por sus capitales? ¿En
dónde han visto ustedes que el di-
nero honrado, el dinero del traba-
jo, produzca un 12 o un 14 por 1009
Eso no puede producirlo más que
el dinero del tapete verde, el dinero
de la Bolsa. ¿Por qué me entrega-
ron ustedes sus. fondos? Porque es-
taban firmemente persuadidos de
que sabía jugar con mis cartas.
¡Ah! Si les hubiese anunciado que
había duplicado sus capitales, no
me habrían preguntado cómo me
las había compuesto para conse-
guirlo, ni si había hecho saltar al-
guna ruleta, sino que se hubieran