EL DINERO DE LOS OTROS y 111
ral, —y también por el señor Saint-
Pavin, el director de El Piloto FFi-
nanciero,
— ¡Sí! ¡Por todos, no cabe duda
interrumpió Máximo, —y aun por
su director, el barón de Thaller?
Cuando se está ya en el fondo de
la sima, ¿a qué preguntar cómo se
ha caído uno, por tropezar en una
piedra o si ha resbalado sobre la
hierba? No obstante, eso es lo que
más preocupa en aquel instante.
Con la misma obstinación, la se-
ñora Favoral y sus hijos remonia-
ban el curso de su existencia, y bus-
caban en el pasado los aconteci-
mientos y hasta las menores pala-
bras que podían aclarar la catás-
trofe.
Pues era evidente que no habían
sido robados el mismo día, y de re-
pente, los doce millones de la caja
del Grédito Mutuo. Como sucede
siempre, el «déficit» enorme había
debido ir formándose poco a poco,
con mil precauciones, en un princi-
pio, y con la voluntad y la esperan-
za de colmarlo, y luego con feroz
audacia hasta que la catástrofe fué
inevitable.
—¡Ah!—exclamó la señora Fa-
voral. —¡Por qué Vicente desdeña-
ría mis presentimientos el día, siem-
pre maldito, que trajo a comer a los
señores Thaller, Jottras y Saint-Pa-
vin, que les prometían fortunas co-
losales !
Máximo y su hermana eran muy
jóvenes cuando se celebró esta co-
mida para que se acordasen de ella.
Pero rememoraban otras cireuns-
tancias que, por las ocasiones en
que se produjeron, no les habían
admirado.
Ahora se explicaban el carácter
de su padre, su constante agitación
y las alternativas de su humor.
Cuando sus amigos le anonada-
ban con injurias, él había excla-
mado:
—¡Sea! ¡Que me prendan, y por
primera vez, después de tantos
años, esta noche dormiré profunda-
mente !
Así, pues, hacía años vivía como
sobre ascuas, temblando de que le
descubrieran y preguntándose an-
tes de dormirse si no le despertaría
la mano brutal de la policía sacu-
diéndole con violencia.
Mejor que nadie, la señora Favo-
ral podía atestiguar estos siniestros
sobresaltos.
Hijos míos—decía,—hace mu-
cho tiempo que su padre de ustedes
perdió el sueño. Casi todas las no-
ches se levantaba bruscamente y se
paseaba durante horas enteras por
la habitación...
Ahora se explicaban su obstina.
ción en obligar a la señorita Gilber-
ta a casarse con el señor Costeclar.
—- Pensaba que Costeclar salvaría
su situación — decía Máximo a su
hermana.
La pobre joven temblaba al oir
esto y no podía por menos de ben.
decir a su padre por no haberla des-
cubierto su estado. “¿Acaso hubiese
tenido el valor terrible de rehusar
el sacrificio si su padre le hubiese
dicho: «He robado, estoy perdido,
sólo puede salvarme Costeclar y me
salvará si tá quieres ser su esposa» ?
El humor alegre del señor Favo-
'al durante el sitio tenía su razón
de ser: entonces no tenía por qué
temer. Se comprendía que en los
días más espantosos de la Commu-
ne, cuando París estaba ardiendo,
exclamase frotándose las manos :
—¡Ah! ¡Esta sí que es la liqui-
dación definitiva !
Seguramente, en el fondo su cos