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112 e EL DINERO DE LOS OTROS
razón deseaba que París fuese des-
truído y con París la prueba de su
crimen.
Y acaso no sería el solo quien for-
mulase este impío deseo.
—Ahí está la explicación—decía
Máximo,—de que mi padre me tra-
tase tan rudamente y se obstinase
en cerrarme las oficinas del Crédito
Mutuo.
Un campanillazo violento dado
en la puerta de la calle le cortó la
palabra. Miró el reloj.
Acababan de dar las diez.
— (¿Quién podrá venir a esta ho-
ra?—dijo la señora Favoral.
En el descansillo de la escalera se
oía como una discusión sostenida
por la sirvienta con un hombre cuya
voz estaba enronquecida por la có-
lera.
— ¡Ve a ver quién está ahí! —di-
jo la señorita Gilberta a su her-
mano.
Fué inútil la indicación, porque
en aquel momento apareció la cria-
da diciendo:
—Es el señor Bertán, el pana-
dero.
No pudo continuar, porque éste,
que iba en pos de ella, y apartándo-
la con el brazo, se presentó a su vez.
Era un hombre de unos cuarenta
años, alto, delgado, ya calvo y que
usaba la barba cortada de una ma-
nera que parecía un cepillo.
— ¿El señor Favoral ?—preguntó.
—Mi padre está ausente, caba-
llero—continuó Máximo.
— ¿Entonces es verdad lo que me
acaban de decir?
— ¿Qué le han dicho?
—Que la justicia había venido a
prenderle y que se había escapado
por una ventana,
— ¡Es ciertol—contestó Máximo
humildemente.
El panadero quedó aterrado.
— ¿Y mi dinero?
— ¿Qué dinero?
— ¡Mis diez mil francos! Diez mil
francos que entregué al señor Favo-
ral; en oro, me entienden ustedes;
en diez paquetes que deposité ahí,
en esa mesa, y de los que me dió re-
cibo. Aquí está...
Y le tendió un papel, que Máximo
no tomó.
—No dudo de sus palabras, caba-
lero—contestó ;—pero los negocios
de mi padre no son los nuestros...
— ¿Así, no quiere usted devolver-
me mi dinero?
—Ni mi madre ni mi hermana ni
yo poseemos nada...
Una oleada de sangre enrojeció el
rostro de aquel hombre, que con la
lengua engrosada por la ira :
— «¿Y creen ustedes que me daré
por satisfecho con eso?... ¿No tie-
nen nada? Entonces, ¿a dónde han
ido a parar los veinte millones que
ha robado su padre?... Pues ha ro-
bado veinte millones, lo sé, me lo
han dicho. ¿Qué han hecho de ellos?
—Caballero, la policía ha puesto
los sellos en los papeles de mi pa-
dre.
— ¡La policía !—exclamó el pana-
dero.—¡Los ha sellado! ¡Qué ten-
go que ver con eso!... Es mi dinero
lo que pido, ¿me oye usted bien?...
La justicia se va a mezclar en esto,
¿no es así? Va a detener a su pa-
dre y a juzgarle. ¿Qué adelantaré
yo con eso? Se le condenará a dos
o tres años de cárcel. ¿Tendré por
ello un sueldo más? Cumplirá tran-
quilamente su condena, y cuando
salga de la cárcel irá a desenterrar
el tesoro que tendrá escondido en
alguna parte, y mientras yo pere-
ceré de hambre, él disfrutará de mis
diez mil francos en mis propias na-