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abusaba de la resignación de su víc-
tima.
Y, no obstante, si hubiese muer-
to, le habría llorado desconsolada-
mente, con toda la sinceridad de su
alma honrada y sencilla.
¡La costumbre!... ¿No se hia vis-
to a prisioneros derramar lágrimas
sobre el féretro de su carcelero?
Al fin y al cabo, era su marido, el
padre de sus hijos, el único hombre
que existía para ella. Hacía veinti-
séis años que vivían juntos, que se
sentaban a la misma mesa y que
dormían en el mismo lecho.
Sí, le hubiese llorado. Pero su
dolor no sería tan vivo como el de
aquel instante en que se complica-
ba con los desgarramientos de la in-
certidumbre y de los más terribles
sobresaltos.
Temiendo a la acción del frío, sus
hijos la volvieron a llevar al cana-
pé, y una vez allí, les decía tem-
blando ::
— ¿No es espantoso no saber na-
da de papá, y pensar que en este
momento vaga por las calles, bajo
la lluvia, sin saber a dónde dirigir-
se, desesperado, perseguido por la
policía y no atreviéndose a pedir
hospitalidad en ninguna parte?
Todos los sucesos siniestros que
relatan los periódicos se presenta-
ban a su imaginación.
Creía ver a esos desgraciados a
quienes se encuentra por las maña-
nas al borde de una sepultura y con
el cráneo deshecho, apretando un
revólver entre sus dedos, crispados
por la agonía, y junto a ellos un pa-
pel donde se lee: «La vida me era
insoportable; ¡que no se culpe a na-
die de mi muerte!»
Veía la Morgue, donde había en-
trado una vez, con aquella sala fría
y lúgubre en la cual se exponen los
£L DINERO DE
LOS OTROS
cadáveres de personas desconocidas
que se recogen en las calles de Pa-
rís, y sobre una de las mesas de
mármol creía reconocer a su ma-
rido...
Se levantó intentando andar.
—¿Dónde vas, mamá?—pregun-
tó la señorita Gilberta.
—AÁ ver si tu padre ha dejado el
revólver—balbuceó la pobre mujer.
Máximo la obligó dulcemente a
sentarse.
—Tranquilízate, madre mía, no
lo ha llevado. No ha pensado jamás
en el suicidio...
—¡Ah! ¡Ya no lo veremos más!
— ¡Dios quiera que aciertes; que
se libre de las persecuciones y que
nunca oijgamos su nombre!
La pobre estaba anonadada por
la dureza de sus hijos.
—Lo único que podemos hacer—.
observó Gilberta —es perdonar a
nuestro padre por haber destruído
nuestro porvenir...
Nuevo ruido que procedía de la
puerta interrumpió a la joven.
— ¿Quién será?—exclamó la se-
ñora Favoral sintiendo escalofríos.
Esta vez no se oyeron voces en el
descansillo de la escalera. Resona-
ron pasos en el corredor, y al abrir-
se la puerta apareció el señor Des-
clavettes, el ex comerciante en
bronces, quien entró, o mejor di-
cho, se deslizó en el salón.
En su rostro pálido y demacrado
se leían la esperanza, el temor, la
cólera, todos los sentimientos que se
agitaban en su alma.
El señor Desclavettes sonreía con
aire equívoco, y cuando estuvo en
presencia de la familia de su ami-
go, dijo, sin saber cómo empezar la
conversación :
—Soy y0.
Máximo se acercó a él,