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¿Por qué, pues, se lo reclama-
ban a ellos?
¿Quién podía asegurar que no
hubiese entre los allí presentes al-
guno de esos pillos que siempre
procuran que se les pague a ellos
hasta el último franco con daño de
los demás?
Bastó esta última insinuación
para que se rompiera el perfecto
acuerdo que animó hasta aquel mo-
mento a los acreedores, cuyas des-
confianzas se despertaron.
Unos y otros empezaron a mirar-
se con recelo.
Y como la anciana vendedora de
periódicos, de quien pocos momen-
tos se habían compadecido, conti-
nuase lamentándose :
—¡Cállese usted! —le gritaron
brutalmente dos mujeres. — ¿Por
qué le han de pagar a usted con pre-
ferencia a nosotras? ¿No tenemos
quizá tantos derechos como usted a
que nos abonen lo que se nos debe?
El abogado aprovechó hábilmen-
te aquellas disposiciones de la mul-
titud para decir :
—Y después de todo, ¿disfrutaba
de nuestra confianza Favoral como
hombre particular? Sí, pero más
aún la teníamos en el cajero, en el
asociado del Banco de Crédito Mu-
tuo. Por consecuencia, el Banco es
el que debe darnos explicaciones.
Pero hay más.
¿Acaso nos han despojado de to-
do para que gritemos como energú-
menos? ¡Quién sabe! Aunque Fa-
voral está acusado de malversación
y le hayan querido prender y él se
haya fugado, ¿quiere decir todo es-
to que hemos perdido nuestro dine-
ro? Yo, a lo menos, confío en que
no. Mientras tanto, ¿qué debemos
hacer? Tomar todas las medidas ne-
cesarias que nos aconseje la pru-
EL DINERO DE LOS OTROS
dencia y esperar a que la justicia,
por su parte, prosiga su obra...
Los acreedores entretanto se ha-
bían ido retirando uno tras otro, y
pocos momentos después la criada,
todavía asustada, cerraba la puerta
cuando el último de ellos había sa-
lido.
Entonces la señora Favoral, la se-
ñorita Gilberta y Máximo rodearon
al abogado Chapelain y estrechán-
dole las manos, le dijeron :
— ¡Ah! caballero, ¿cómo podré
agradecerle el servicio que acaba de
prestarnos?
Pero el antiguo abogado no pare-
cía envanecido de su victoria.
—No deben agradecérmelo — re-
plicó;—no he hecho más que cum-
plir con mi deber; lo que todo hom-
bre honrado hubiese hecho en mi
lugar.
Y, no obstante, bajo las aparien=
cias de la impasible frialdad, pro-
ducto del largo ejercicio de la profe-
sión que más desilusiona, se adivi-
naba una emoción real.
—Es que yo les acompaño con to=
da mi alma en el pesar de ustedes,
Nunca había comprendido hasta
qué punto es culpable el jefe de fa=
milia que deja a los suyos expues-
tos a las consecuencias lamentables
de sus faltas,
“1 señor Chapelain calló después
de decir esto,
La criada, entretanto, ponía en
orden, como mejor podía, el come-
dor, arrastrando la mesa al centro
de la habitación y poniendo en su
sitio las sillas derribadas.
—|Qué infamia! — gruñía, —|¡Y
ésos eran los vecinos! ¡Esos los ten«
deros en cuvas casas comprábamos |
¡Pero si eran peores que salvajes!
¡Nadie podía detenerlos!...
—Tranquilícese, bija mía dijo
PE