EL DINERO DE LOS OTROS 1
—Después de lo que ha ocurrido,
el barón de Thaller debe estar en
su despacho. Pero si así no fuese,
¡eno sabe usted dónde vive?
—No.
Los ojillos del antiguo abogado
brillaban de una manera singular.
Cierto que sentía la pérdida del di-
nero, pero le era más insufrible la
idea de que había sido burlado y de
que de sus 160,000 francos se esta-
ría aprovechando algún hábil gra-
nuja.
—5Si queremos obrar como perso-
nas discretas — dijo, — he aquí lo
que debemos hacer. La señora Fa-
voral tomaría esos 15,000 francos,
yo le ofrecería mi brazo e iríamos
iuntos a casa del barón de Thaller.
Era para la señora Favoral una
dicha inesperada el que el señor
Chapelain consintiese en servirla.
Así es que replicó sin titubear :
Caballero, concédame usted el
tiempo necesario para arreglarme,
y estoy a sus Órdenes.
La buena señora se apresuró a
abandonar el salón, pero en el mo-
mento en que llegaba a su habita-
ción, su hijo se acercó a ella dicién-
dole :
— Tengo que salir, querida ma-
dre, y probablemente no vendré a
almorzar.
Ella le miró con dolorosa sor-
presa. ,
- ¡Cómo !—dijo.— ¿En estas cir-
cunstancias?.
—Me esperan en mi casa,
— ¿Quién?
El joven guardó silencio, y enton-
ces todos los reproches que en otro
tiempo dirigió a Máximo su padre,
se presentaron a la imaginación de
la señora Favoral.
— ¡Una mujer!..
— ¡Pues bien! sí.
.—exclamó.
tb
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— «¿Y por esa mujer ¿UejOS a tu
hermana sola en la casa?.
—Es necesario, madre mía, te lo
juro, y si tú supieses...
—No quiero saber nada...
Pero, como tenía ya tomada su
resolución, se alejó. Algunos minu-
tos después la señora Favor 1d y el
abogado Chapelain montaban, en
un coche, que habían mandado bus-
car y se hací ían conducir al domici-
lio del barón de Thaller.
La señorita Gilbe rta, que se que
dó sola, no tenía más que un pen-
samiento: avisar a Mario, y obte-
ner de él una explicación.
Todo le parecía preferible a la ho»
rrible ansiedad en que estaba.
No había hecho más que comen-
zar una carta que tenía el propósito
de enviar a casa del conde de Ville-
gré, cuando se estremeció al oir un
brusco campanillazo. Casi al mismo
tiempo la sirvienta entró diciendo :
—Señorita, es un caballero que
quiere hablar con usted, un amigo
del señor, ya le conoce usted, el se-
ñor Costeclar...
XXHI
La joven se puso bruscamente de
pie, y exclamó indignada :
— ¡Es el colmo de la audacia !
Y se preguntaba si sería mejor
negarle la entrada o esperarle y des-
pedirle ignominiosamente.
Una rápida inspiración la con-
luvo.
— «¿Qué querrá — pensó — y qué
le traerá aquí? ¿Por qué no reci-
birle y tratar de sorprender lo que
sabe? ¡Porque ése no debe ignorar
la verdad!...
Ya no había tiempo para resol-
ver,