Full text: El dinero de los otros

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no gana con su trabajo lo suficiente 
para atender a sus necesidades. Ca- 
si no da para comer, y sólo las cria- 
das pueden vivir. 
-—Si es necesario, me haré criada. 
Costeclar se quedó dos segundos 
cortado, pero volviendo a recobrar 
su aplomo: 
—No hubiera sido preciso que hi- 
ciera usted eso—replicó con voz me- 
liflua—si no me hubiese rechazado 
cuando pretendí ser su marido... 
(¡Pero no me podía usted ver ni en 
pintura!... Y, no obstante, ¡pala- 
bra de honor! la amaba a usted con 
pasión... Soy perito en mujeres y 
me figuraba el efecio que haría us- 
ted, bien vestida, peinada y ador- 
nada, recostada en su coche en el 
bosque... 
Más fuerte que la voluntad, la in- 
dignación subía a los labios de la 
joven, 
—¡Ah! ¡Caballero ! —dijo. 
Costeclar no comprendió. 
—Se arrepiente usted, ¿verdad? 
En otro tiempo se hubiese usted ne- 
gado a recibirme como ahora y per- 
manecer sola conmigo... Lo que 
prueba que es necesario no ser or- 
gullosa, por lo que pueda suceder 
algún día, querida niña. 
¡El! Costeclar, la llamaba, se 
atrevía a llamarla «su querida 
hiña». 
— ¡0h |—exclamó indignada por 
aquella confianza. 
Pero el bolsista ya se había lan- 
zado. 
— ¡Pues bien ! —continuó.—Sigo 
siendo el mismo de antes. Claro es 
que ahora no se trata entre nos- 
otros de cuestión de enlace matri- 
monial; pero eso no debe importar- 
le, si las condiciones son las mis- 
mas, y tendrá casa bien montada, 
coches, criados y caballos... 
EL DINERO DE LOS OTROS 
Hasta este momento la joven no 
había comprendido nada, 
Así es que, irguiéndose con al- 
tivez: 
— ¡Salga usted de aquí inmedia- 
tamente ! —ordenó. 
Pero esto era lo que Costeclar no 
parecía dispuesto a hacer, y aún 
más pálido que de ordinario, con los 
ojos encendidos, los labios temblo- 
rosos y sonriendo de una manera 
extraña, avanzó hacia la señorita 
Gilberta. 
— ¡Cómo ! —dijo ;—rodéala la mi- 
seria y vengo benévolamente a ofre- 
cerle mi protección, ¡y me recibe 
así!... ¿Prefiere usted trabajar? 
Sea, vaya usted alegremente a pin- 
char sus lindos dedos, encantador 
mía, y a enrojecer sus hermosos 
ojos... ¡Tendré mi desquite!... La 
fatiga y la miseria, el frío en invier- 
no y el hambre constante, hablarán 
a su corazoncito de este buen Coste- 
clar, que la adora como un loco chi- 
flado y que, no obstante, es un hom- 
bre serio, que tiene mucho, pero 
mucho dinero... 
Gilberta, fuera de sí, rugió : 
— ¡Miserable! ¡Salga usted! 
¡Márchese inmediatamente ! 
— ¡Un momento !—gritó una voz 
fuerte. 
El señor Costeclar se volvió brus- 
camente. 
En el hueco de la puerta abierta, 
Mario Tregars permanecía en pie. 
— ¡Mario !—exclamó la señorita 
Gilberta, clavada en el mismo sitio 
por un estupor inmenso, aunque no 
tanto como su alegría. 
El verle de repente, cuando no es- 
peraba ya encontrarse en su pre- 
sencia, el verle aparecer en el mis- 
mo momento en que estaba sola, 
expuesta a los más viles ultrajes, 
constituía una de esas dichas inefa-
	        
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