134 EL DINERO DE LOS OTROS
en cierta época mi padre poseía lo
menos cincuenta mil francos de
renta.
— ¿Está seguro?
—Así lo afirma.
—Ese detalle es capaz de des-
orientar a cualquiera.
Durante más de dos minutos Ma-
rio permaneció pensativo, remo-
viendo en su imaginación todas las
eventualidades imaginables; des-
pués replicó :
—¡Pero qué importa! Cuando
supe esta mañana la cifra del défi-
cit, me asaltaron infinidad de du-
das. Y por esto es, amiga mía, por
lo que deseaba con tanto afán verla
y hablar con usted. Me era absolu-
tamente preciso saber con exacti-
tud todo lo que anoche sucedió
aquí...
La señorita Gilberta hizo un rá-
pido, pero minucioso relato de las
escenas de la víspera : la inesperada
llegada del barón de Thaller, la pre-
sentación del comisario de policía y
la huída de su padre, gracias a la
presencia de ánimo de Máximo.
Todas las palabras de su padre
habían quedado grabadas en su me-
moria, y repitió, casi textualmente,
los discursos extraños que dirigió
a sus indignados amigos, y sus pa-
labras incoherentes en el momento
de huir, cuando acusándose decía
que no era tan culpable como po-
día suponérsele, que no lo era sólo
y que había sido indignamente sa-
crificado.
Cuando la joven hubo terminado,
dijo Mario:
—Eso es lo que yo pensaba.
— ¿Qué?
— Que su padre ha aceptado un
papel en alguna de esas terribles
comedias financieras que son la rui-
na de millares de pobres víctimas
en provecho de dos o tres hábiles
granujas. El señor Favoral quería
ser rico, le hacía falta dinero para
alimentar sus vicios y no resistió a
“la tentación. Le hicieron ver enor-
mes beneficios, sin ningún riesgo,
y se dejó seducir, dejando de ser
hombre honrado. Creyéndose uno
de los directores de la función lla-
mado a tener su parte en la ganan-
cia, no ha sido más que un compar-
sa a sueldo fijo. Cuando ha sobreve-
nido el desenlace, sus supuestos aso-
ciados han desaparecido por una
trampa con la caja, dejándole aban-
donado frente al público que exige
el dinero. ..
Tratando de estos desconsolado-
res asuntos, Mario y la señorita Gil-
berta habían vuelto a recobrar to-
das las apariencias de la sangre Iría..
Al verlos sentados uno cerca del
otro, no se hubiera sospechado lo
extraño de su situación. Ellos mis-
mos la habían olvidado.
—Si es así—replicó la joven,—
¿por qué no ha hablado mi padre?
— ¿Y qué iba a decir?
—Designar a los cómplices.
— ¿Y si no tenía pruebas para ha-
cer eso? Era el cajero del Banco de
Crédito Mutuo, y de su caja falta-
ban los millones...
Las conjeturas de la señorita Gil-
berta se anticiparon a este argu-
mento.
— ¿Entonces—dijo, mirando con
fijeza a su prometido, — lo mismo
que el señor Chapelain, cree usted
que el barón de Thaller?...
— ¡Ah! El señor Chapelain su-
pone...
—Que el direetor del Crédito Mu-
tuo conoeía los desfalcos,
— ¿Y que se ha aprovechado de
ellos?
—En mayor parte que su cajero.
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