EL DINERO DE LOS OTROS 137
ra de llave que le abría la caja de los
comerciantes más desconfiados.
—Esto se ha concluído—repetía
mientras subía por la calle de Tu-
rena,—ya no me volveré a levantar,
Y pensó que debía cambiar de
nombre, expatriarse, huir hasta el
interior de los desiertos de América,
temeroso de que la detestable cele-
bridad, que iría inherente a su per-
sona, no se apartara nunca de él.
En la esquina de la calle de Be-
ranger y de la de Charlot, distin-
guió un grupo de unas treinta per-
sonas.
En seguida se hizo cargo de la
causa de aquella reunión,
En aquel sitio en que la acera es
muy ancha, un vendedor de perió-
dicos había puesto su establecimien-
to, un cajón pintado de verde, con
una especie de techo de tela ence-
rada.
Este vendedor, un hombrecillo
grueso, de rostro encendido y mira-
da insolente, estaba izado sobre un
taburete, y voceaba con ronco
acento:
—¡Aquí están los periódicos de
la mañana! ¡Acaban de salir! ¡Lean
ustedes los detalles del robo de do-
ce millones que acaba de cometer
un pobrecito cajero!...
Los transeuntes se detenían,
—¡Compren ustedes el diario de
la mañana | —gritaba el hombre.
Y para acelerar el despacho de su
mercancía, añadía mil sandeces, di-
ciendo que el ladrón era un hombre
del barrio, cosa muy halagiieña y
agradable para el Marais, al cual se
acusaba siempre de estar muy atra-
sado.
—¡Ya ha entrado el Marais en el
movimiento ! —eritaba.
La multitud se reía y él prose-
guía :
— ¡El robo del cajero Favoral!
¡Doce millones! ¡Compren, para
conocer los pormenores y ver la ma-
nera de hacer otro tanto!...
De ese modo el escándalo estalla-
ba, tremendo, irremediable, llenan-
do a París con su estrépito.
A corta distancia, Máximo per-
manecía inmóvil, con los pies como
pegados al suelo, mirando y escu-
chando.
Quiso alejarse, pero un imperioso
sentimiento, más fuerte que su vo-
luntad y su razón, le retuvo allí, y
pronto le llevó hacia la tienda por-
tátil. Tenía unos deseos irresisti-
bles de saber lo que decían los pe-
riódicos.
De pronto se decidió.
Avanzó bruscamente, arrojó tres
sueldos al vendedor, tomó un perió-
dico y huyó asustado como si le
persiguiesen los gritos de las gen-
tes.
—¡Nada de cumplidos, caballe-
ro! — dijeron dos desocupados á
quienes empujó.
Pero por rápido que fuese su mo-
vimiento, un tendero de la calle de
Turena le reconoció.
— ¡Es el hijo del cajero! — ex.
clamó.
— ¡Es posible!
— «Pero, por qué no está pre-
so)...
Cinco o seis curiosos, más atre-
vidos que los otros, se lanzaron en
pos de él para verle la cara... pero
ya estaba lejos.
Apoyóse en la columna de un fa-
rol del bulevar del Temple, y allí
desdobló el periódico que acababa
de adquirir.
¡Oh! no tuvo que buscar mucho
para encontrar al artículo,
En el centro de la primera plana,