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140 EL DINERO DE LOS OTROS
empleados como Máximo, depen-
dientes y señoritas de comercios de
los alrededores, a quienes sus pa-
tronos no pueden dar alojamiento,
algunos camareros de café y a ve-
ces algún pobre actor o alguna figu-
ranta del teatro Dejazet, del Círculo
o del Cháteau-d Eau.
Una de las ventajas del Hotel de
las Locuras, y que la señora Fortin,
la gerente, se apresuraba a mani-
festar a las personas que se presen-
taban a alquilar cuartos—una ven-
taja inestimable,—según decía, era
tener salida a la calle Béranger.
—Y todos saben— concluía—que
nunca le cazan a uno cuando tiene
la suerte de vivir en una casa con
dos salidas.
Cuando Máximo entró en la ofici-
na del hotel, que era una piececita
obscura y sucia, los gerentes, o sea
los esposos Fortin, terminaban su
desayuno, que consistía en un in-
menso tazón de café con leche de
un color indefinible, del que hacían
partícipe a un enorme gato rubio,
—|¡Ah! ¡Aquí está el señor Favo-
ral! —exclamaron.
En su acento comprendíase que
tenían conocimiento de la catástro-
le. Y el periódico desdoblado sobre
la mesa indicaba cómo lo habían sa-
bido.
—Han venido en busca de usted
anoche—dijo la Fortin, que era una
mujer gruesa con las facciones em-
badurnadas de grasa y la nariz
siempre atascada de rapé y cuya
voz melosa hacía parecer más terri-
ble su mirada de ave de rapiña.
— ¿Quién?
—Un señor de cierta edad, alto y
seco, vestido con una levita que le
llegaba a los talones.
Máximo se estremeció.
Aquel retrato coincidía con las
señas de su padre.
Y, sin embargo, ¿era posible que
después de lo que había ocurrido y
sabiendo que estaba perseguido por
la policía tuviese el valor de presen-
tarse en el bulevar del Temple, don-
de todo el mundo le conocía, y a
dos pasos del café Turco, del que
era uno de los más asiduos parro-
quianos?
— «¿A qué hora vino?—preguntó.,
—No lo sé—repuso la gerente, —
porque estaba medio dormida, pero
Fortin nos lo dirá...
Este, que debía tener unos veinte
años menos que su esposa, era uno
de esos hombrecillos rubios, de bar-
ba rala, pálidos como la muerte, de
mirada falaz y de sonrisa inquietan-
te, que todas las señoras Fortin sa-
ben encontrar no se sabe dónde.
—El confitero acababa de cerrar
su establecimiento—contestó,— de
manera que debían ser las once y
cuarto.
—«¿No ha dejado ningún recado
ese caballero?—preguntó Máximo.
—Nada, se limitó a decir que la-
mentaba no haberle encontrado. Y,
en efecto, tenía el aspecto de un
hombre realmente preocupado. Le
preguntamos su nombre para decír-
selo a usted, pero nos contestó que
no hacía falta, porque volvería...
En la mirada que de soslayo le
lanzó la Fortin, Máximo compren-
dió que tenía respecto a aquel vis
sitante nocturno la misma sospecha
que él.
Y luego, como si hubiese querido
hacerlo notar mejor, con el gesto
más inocente que pudo adoptar:
—Quizá hubiese hecho bien—in-
sistió, —en darle la llave de su cuar-
to...