— ¿Para qué?
—No sé; es una idea que se me
ha ocurrido. La señorita Luciana
podrá decir a usted algo más, pues
ella estaba aquí cuando llegó ese ca-
ballero, y hasta creo que cambiaron
algunas palabras en el patio...
Máximo echó de ver que los ge-
rentes no buscaban más que un pre-
texto para interrogarle; así es que
tomando su llave, preguntó:
-— ¿Está en su habitación la se-
ñorita Luciana ?
—No lo sabemos. La he visto sa-
lir y entrar toda la mañana, y no
sé si ha vuelto o permanece dentro.
Lo que sí puedo decirle es que ha
estado esperando a usted anoche
hasta las doce, y ¡qué caramba! no
está contenta.
Entretanto Máximo había llegado
a la escalera, y a medida que subía
por los peldaños carcomidos, una
voz de mujer fresca y muy bien
timbrada llegaba más clara a su
oído.
Cantaba una de esas canciones
que todo los meses los cafés-con-
ciertos lanzan a la circulación con
música de organillo.
— ¡Ella es! —murmuró, respiran-
do más libremente.
Llezó al piso cuarto, y detenién-
dose ante la puerta que estaba fren-
te a la escalera, llamó dando unos
golpecitos con los nudillos.
En seguida, la voz que acababa
de empezar un segundo couplet, se
interrumpió para preguntar:
— ¿Quién es?
-— YO, Máximo!
—|¡A esta hora !—contestó la voz
con risa irónica, —no está mal. Se-
ouramente habrá usted olvidado
que debíamos haber ido al teatro
anoche y marchar hoy a las siete
de la mañana para San Germán...
EL DINERO DE LOS OTROS
141
—Así, pues, que no sabes...—
empezó a decir Máximo cuando pu-
do articular una palabra.
—Sé que no viniste anoche.
—Es verdad, pero cuando te ha-
ya explicado...
— ¿Qué? la mentira que has in-
ventado; te dispenso de contárme-
la...
—Luciana, abre la puerta, te lo
ruego...
— ¡Imposible! Estoy vistiéndo-
me.
—Luciana...
—Vete a tu cuarto; tan pronte
como me vista iré a reunirme con-
tigo.
Y para cortar estas explicaciones
a través de la puerta, volvió a con-
tinuar su canción.
XXV
El cuarto de Máximo, que la se-
ñora Fortin denominaba pomposa-
mente departamento, estaba al otro
lado del descansillo, a la derecha.
Allí había una especie de recibi-
miento, del tamaño de un pañuelo
de bolsillo, bautizado por los espo-
sos Fortin con el nombre úe come-
dor, una alcoba y una despensa que
se designaba con el nombre de to-
cador en el contrato de inquilinato.,
Nada más triste que este aloja-
miento, cuyos papeles descoloridos
y rasgados y pinturas sucias conser-
vaban las marcas de todos los nó-
madas que lo habían ocupado desde
la inauguración del Hotel de las Lo-
curas. El techo, dislocado, se des-
cascarillaba por varios sitios, el pa-
vimento se desmenuzaba y era pre-
ciso esforzarse para abrir y cerrar
las puertas y las ventanas terrible-
mente desquiciadas,