Ú
156 EL DINERO DE LOS OTROS
go y vino conmigo a ver a los For-
tin. Y después de haberles obligado
a restituirme los ciento cincuenta
francos de usted, les aconsejó que
respetasen nuestro contrato so pena
de exponerse a ciertas medidas de
rigor.
Máximo estaba sorprendido.
— ¡Cómo! — dijo. — ¿Ha tenido
usted valor)...
— ¿No estaba en mi derecho?
—¡0h! ¡Eso desde luego! Sola-
mente...
-—¿Qué? ¿Acaso mi derecho se-
ría menos respetable que el de cual-
quier otro porque soy una mujer
y porque no tengo a nadie que me
proteja? ¿Es eso quizá motivo para
ponerme fuera de la ley y por an-
ticipado debo ser condenada a su-
frir las infames pretensiones del pri-
mer miserable que se presente?
¡No, gracias a Dios! Y ahora estoy
tan tranquila. Gentes como los For-
tin, que viven de no sé qué tráficos
vergonzosos, tienen demasiadas ra-
zones para no querer molestar con
frecuencia a la policía.
El resentimiento por el ultraje
sufrido se leía en sus grandes ojos
negros y una mueca de amargo dis-
gusto contraía sus labios.
—-Por otra parte — añadió, — el
comisario no necesitaba oir mis ex-
plicaciones para adivinar a qué abo-
minables tendencias obedecían los
Fortin. Los miserables habían reci-
bido ya el importe de su infamia.
Al negarme mi llave, arrojándome
a la calle a las diez de la noche, es-
peraban obligarme a implorar el
auxilio del infame que pagaba su
repugnante traición. ¡Y ya se sabe
el precio que los hombres exigen al
más pequeño favor que prestan a
une mujer!
Máximo se estremeció.
Se le ocurrió la idea de que qui-
zó iba a él dirigida esta última
frase.
— ¡Ah! Le juro—exclamó, —que
si pretendí acudir en auxilio de us-
ted fué sin segunda intención. ¡No
me debe ni siquiera las gracias!...
—No por eso se lo agradezco me-
nos—dijo ella dulcemente,—y des
de lo más profundo de mi corazón,
—¡Era tan poca cosa !
—La intención da un valor in-
apreciable al servicio, vecino. Y
además, no querrá usted darme a
2ntender que ciento cincuenta fran-
cos no son nada para usted... Qui-
zá no gane usted mucho más al
mes...
—Lo confieso—dijo enrojeciendo,
— ¡Ya lo ve! No era, ciertamen-
te, a usted a quien iban dirigidas
mil palabras, sino al hombre que
ha pagado a la Fortin y que aguar-
daba en el bulevar el resultado de
la maniobra que iba, según pensa-
ba seguramente, a entregarme a su
disposición. Se acercó a mí apresu-
radamente cuando salí, y me fué
persiguiendo hasta el despacho del
comisario como me persigue siem-
pre desde hace un mes, con sus ga-
lanterías odiosas y con sus degra-
dantes proposiciones.
—¡Ah! ¡Si lo hubiese sabido !-—
exclamó Máximo con los ojos cen-
telleantes de cólera. — ¡Si me hu-
biese dicho usted una sola pala»
bra!...
Ella se sonrió de su vehemencia.
—¿Qué hubiera usted podido ha-
cer? ¿Acaso tienen inteligencia los
idiotas, corazón los infames, deli-
cadeza los hombres groseros?...
—Habría dado su merecido al mi-
serable insultador...
La señorita Luciana hizo un ges.
to de indiferencia soberbia.
co e,