Full text: El dinero de los otros

EL DINERO DE LOS OTROS 167 
tula, e íbamos anunciando nuestras 
legumbres, a lo largo del Sena, des- 
de Courbevoie hasta Port-Marly, 
por los pueblecillos y a las puertas 
de las casas de campo. 
»No veía el fin de aquella vida 
abominable, cuando una noche el 
comisario de policía se presentó en 
nuestra covacha y nos ordenó se- 
guirle, 
»Nos condujo a la cárcel, y allí 
me vi rodeada de unas cien muje- 
res, cuyos rostros, palabras, gestos, 
cólera o alegría, me causaban es- 
panto. 
»La vendedora de verduras ha- 
bía cometido un robo, y a mí se me 
acusaba de complicidad. 
» Afortunadamente me fué fácil 
demostrar mi inocencia, y al cabo 
de quince días un carcelero me abrió 
la puerta, diciéndome: 
»—¡Puedes marcharte, eres li- 
bre!» 
Máximo se explicaba ahora la 
sonrisa dulcemente irónica de la jo- 
ven, cuando él hacía mérito de sus 
desgracias. 
¡Qué vida la de Luciana! ¡Y que 
tales cosas hubiesen ocurrido a dos 
pasos de París, en el centro de la 
civilización, en medio de una socie- 
dad que juzga su organización de- 
masiado perfecta para intentar si- 
quiera modificarla ! 
Después de un instante, prosiguió 
Luciana : 
«—HElectivamente, estaba libre. 
“¿Pero qué iba a hacer con mi liber- 
tad? He ahí lo que me preguntaba, 
mientras recorría las calles de Pa- 
rís, pues en París había sido presa. 
Pronto tuve miedo del movimiento, 
del ruido y también de los guardias, 
que fijaban en mí su mirada inqui- 
sitorial cuando pasaba cerca de 
ellos, vestida de harapos y con la 
cabeza cubierta con una mala to- 
quilla. 
»Abandoné apresuradamente la 
capital y tomé la carretera. 
»Un instinto maquinal me con- 
ducía a Rucil. Imaginábame que es- 
taría menos abandonaba y más se- 
gura en un país conocido, donde 
todo el mundo me recordaría por 
haberme visto pasar cien veces em- 
pujando mi carretilla. También es- 
peraba encontrar un abrigo en la 
cueva que sirvió de alojamiento a la 
vendedora de verduras. 
»Esta última esperanza debía 
quedar defraudada. Apenas fuímos 
detenidas, el propietario de la po- 
cilga había arrojado al fuego tode 
lo que contenía y la había alquila- 
do luego a una especie de mendigo 
asqueroso, el cual, cuando me pre- 
senté, me propuso cínicamente que 
fuese su ama de- gobierno. 
» Yo me alejé corriendo. 
»Realmente, la situación era más 
espantosa que el día que había sido 
arrojada de la casa de mi protecto- 
ra. Pero los ocho meses que acaba- 
ba de pasar con la execrable reven- 
dedora me habían acostumbrado 
nuevamente a la miseria y échome 
recobrar la energía. 
»Saqué de un pliegue de mi ves- 
tido, donde la había conservado 
siempre oculta, la pieza de veinte 
francos que poseía, y como tenía 
hambre entré en una especie de bo- 
degón en donde algunas veces ha- 
bía hecho gasto. 
»El dueño era un buen hombre, 
Cuando le expuse mi situación, me 
ofreció generosamente su casa has- 
ta que encontrase algo mejor. 
»Los parroquianos afluían los do- 
mingos y los lunes y en esos días 
necesitaba tomar una muchacha 
que le ayudase. Así, pues, me pro-
	        
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