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170 EL DINERO DE LOS OTRO»
Poseía un gran baúl lleno de ropas
y efectos y cien francos de econo-
mías.
»Siguiendo las indicaciones que
me diera una criada, al llegar a Pa-
rís me dirigí en derechura a una
agencia de colocaciones de la calle
del barrio de San Martín.
»Fuí recibida con los brazos abier-
tos por una anciana muy afable, la
cual, después de haberme exami-
nado y preguntado atentamente,
me prometió una espléndida coloca-
ción y me invitó, entretanto, a hos-
pedarme en su casa.
»En realidad, aquella casa era un
hotel amueblado, en que nos reuni-
mos unas sesenta criadas sin ocu-
pación, a quienes daba alojamiento
en grandes dormitorios. El precio
de la comida era, aparentemente,
módico, pero como en ese precio no
estaban comprendidos ni el vino ni
el postre, ni otras muchas cosas,
resultaba, a fin de cuentas, que gas-
tábamos mucho más que en un ho-
tel mediano.
»La dueña vendía también a sus
pensionistas ajenjo, café y cerveza,
y las noches se pasaban en charlas
inacabables, emulándose unas a
otras en jactarse de los chascos da-
dos a sus amos. Las viejas, las que
habían rodado mucho, daban a las
más jóvenes lecciones sobre el arte
de explotar hábilmente a los amos,
sisando de un modo abominable de
acuerdo con los proveedores.
»Sin embargo, transcurría el
tiempo y aquella famosa colocación
«que me habían prometido no llega-
ba nunca. Todas las mañanas, la
dueña me daba las señas de diferen-
tes casas, a las cuales me apresu-
raba a ir, pero por regla general en
ellas comenzaban por hacerme pre-
guntas de tal género que me obliga-
ban a huir roja de cólera y de ver-
giúenza. Por fin, sospeché que todo
aquello era una estafa, y así me lo
confirmó una cocinera vieja a quien
consulté.
»Entonces eché de ver el infame
tráfico a que se dedicaba aquella co-
locadora de sirvientas y supe cuál
era la fuente principal de sus bene-
ficios. En seguida la pagué lo que
debía y me apresuré a salir de allí.
»Pero cuando iba en busca de
nuevo alojamiento, seguida de un
mozo que llevaba mi baúl, y al do-
blar la esquina del bulevar, un ca-
rruaje particular, cuyos caballos
marchaban a una velocidad verti-
ginosa, me derribó al suelo, piso-
teándome los animales.»
Sin permitir que Máximo le in-
terrumpiese, continuó Luciana :
«—Yo perdí el conocimiento.
Cuando lo recobré me encontré sen-
tada en una farmacia y rodeada de
tres o cuatro personas.
»No tenía ninguna fractura, pero
sí contusiones graves, que me ha-
cían sufrir horrorosamente, y una
gran herida en la cabeza.
»Un médico que pasaba, un an
ciano condecorado, me hizo la pri-
mera cura. Aunque me mandó an-
dar, no me fué posible ni siquiera
ponerme en pie.
»Entonces me preguntó dónde vi-
vía, para que me condujesen a mi
domicilio, y tuve que confesar que
era una pobre criada sin colocación
y que carecía de albergue y de per-
sonas conocidas que me cuidaran.,
»—En ese caso—dijo el doctor al
farmacéutico, —la enviaremos aj
hospital.
» Y enviaron a un dependiente en
busca de un coche.
»Mientras tanto, en la calle ha-
bíase formado un grupo considera.
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