EL DINERO DE LOS OTROS 195
dre y el carácter decidido de la se-
ñorita Gilberta.
No calló nada de su pasado, de
sus errores ni de sus extravíos, acu-
sándose de actos cuyo recuerdo le
apenaba mucho, como el haber,
por ejemplo, abusado del cariño de
su madre y de su hermana par:
apoderarse de todo el dinero que ga-
naban.
Finalmente, habíale confesado
que no trabajaba más que para cu-
brir las más urgentes necesidades,
violentado y forzado a ello por la
lucha por la existencia; que no era
rico, ni mucho menos, pues, aunque
cenaba en casa de sus padres, su
sueldo casi le era insuficiente y has-
ta había contraído deudas.
Pero confiaba—añadía,—en que
no siempre estaría del mismo mo-
do, y que se acercaba el término de
tantas miserias y privaciones.
-Mi padre tiene una renta de
50,000 francos por lo menos—dijo,
-—y, antes o después, seré rico...
Lejos de complacer a la señorita
Luciana aquella perspectiva, la hi-
zo fruncir el ceño.
-¡Ah! ¡Su padre es millonario!
interrumpió. —Ahora comprendo
por qué a los veinticinco años, des-
pués de haber rechazado todas las
colocaciones que le ofrecieron, no
tiene usted ninguna, Contaba con
su padre, y no con usted mismo.
ireyendo que él trabajaría bastan-
te para los dos, se ha cruzado usted
arrogantemente de brazos, espe-
rando la fortuna que amasa, y que
usted cree suya. Sin duda, usted
piensa que su señor padre no es otra
cosa que el administrador...
Máximo, que acaso juzgaba esta
moral algo dura, repuso:
—Me parece que, siendo hijo de
una familia rica...
—Se tiene el derecho de perma-
necer ocioso, ¿no es esto?—termi-
nó la joven.
—Seguramente no; pero...
—No intente usted defender su
teoría. La prueba de que está usted
en un error es que le ha conducido
a la situación en que se encuentra,
y que le ha despojado de su libre al-
bedrío y del derecho de hacer cuan-
to se le antoje. Someterse a otra per-
sona, aunque ésta sea un padre, es
una necedad, pues se está a la dis-
creción de aquel de quien se espera
el dinero que uno no ha ganado.
Crea que su padre no habría sido
tan inflexible con usted si hubiese
estado convencido de que usted po-
día pasarse sin su apoyo...
Máximo intentó discutir, pero
ella, para impedírselo, continuó :
-¿Quiere usted convencerse de
que se encuentra a merced del se-
ñor Favoral? ¡Está bien! Ha habla-
do de casarse conmigo...
— ¡Ah! ¡Si usted quisiera!
—i¡Bueno, pues pida usted el
consentimiento a su padre!...
—SUupongo...
—No suponga nada, esté comple-
tamente seguro de que se lo negará
de una manera clara y terminante.
Me pasaría sin él...
—Querrá usted decir que le ha-
ría observaciones respetuosas y ha-
blaría, después, de otro asunto. Lo.
admito. Pero ¿usted sabe lo que él
haría? Disponer de su fortuna de
modo que le fuese a usted imposible
percibir siquiera un sueldo.
Máximo no había pensado jamás
en esto.
—Por lo tanto—prosiguió la jo-
ven, —aunque todavía no tratemos
del matrimonio, procure usted ase-
gurarse la independencia, 0, lo que