Full text: El dinero de los otros

216 EL 
Favoral, sabía lo que podía prome- 
terse y tenía sus razones para no 
temer nada de Máximo. Si descon- 
fiaba de los talentos diplomáticos de 
su embajador, contaba en absoluto 
con la energía de Gilberta. 
Y había previsto tan exactamen- 
te las cosas, que quiso acompañar 
a su amigo a la calle de Saint-Gi- 
lles, para presentarse en el momen- 
to decisivo. 
Cuando llegaron y la criada les 
puerta, le había dicho: 
usted a ñ 
señor, 
A 
1nunacie 
que es el conde de Villegré. No les 
diga nada de mí, pues lo aguarda- 
ré en el comedor... 
Esto no le había parecido a la 
criada muy natural, pero, como 
desde hacía dos días la casa era tea- 
tro de extraños sucesos, la sirvien- 
ta estaba como asustada y dispues- 
ta a esperar todo lo que viniese. 
Además, Mario le habló de un 
modo que no admitía réplica. 
Por último, advirtió que era el 
mismo caballero que ya había ve- 
nido por la mañana y que sostuvo 
un violento altercado con el señor 
Costeclar en presencia de la seño- 
rita Gilberta. La sirvienta conocía 
vagamente la escena, por haber 
despertado su atención las grandes 
voces que daban y haber escucha- 
do tras de la puerta del salón, 
Esto no le impidió, al anunciar 
al conde de Villegré, intentar con 
los ojos y con el gesto prevenir a 
la señorita Gilberta o a Máximo. 
Pero éstos estaban demasiado alte- 
rados para advertirlo. 
— ¡Ellos se lo pierden !—exclamó 
con esa admirable indiferencia de 
los sirvientes parisienses. .. 
Y como en toda la mañana había 
tenido tiempo para arreglar la ca. 
sa, Se retiró a proseguir su tarea, 
este 
DINERO DE 
LOS OTROS 
dejando a Mario Tregars solo en el 
comedor. 
Mario se sentó, aparentemente 
impasible, pero en realidad agitado 
por esa trepidación interior de la 
incertidumbre, de la que no se ven 
libres ni los hombres más fuertes 
en las horas decisivas de su vida. 
En cierto modo, era su porvenir 
el que se estaba resolviendo al otro 
lado de la puerta que acababa de 
cerrarse tras el conde de Villegré., 
A los intereses tan preciados de 
su amor estaban unidos otros que 
exigían un desenlace inmediato. 
Habría realizado el mayor de los 
sacrificios por oir lo que decían, 
Pensaba que una palabra indiscre- 
la podía estropearlo todo y acax 
rrearle nuevas dificultades. 
Contando los segundos por las 
palpitaciones de su pulso, se decía :; 
— ¡Tardan mucho! 
Así es que, cuando al fin se abrió 
la puerta y le llamó su antiguo ami- 
go, levantóse de un salto y, re- 
uniendo toda su sangre fría, entró, 
Máximo se había puesto de pie 
para recibirle, pero al verle retroce- 
dió, con los párpados dilatados por 
una extraordinaria sorpresa. 
—|¡Ah! ¡Dios mío! —dijo con voz 
ahogada. 
Pero Mario Tregars no pareció 
advertir su estupor. 
Muy dueño de sí mismo, á pesar 
de su emoción, examinó rápida- 
mente al conde de Villegré, a la se- 
ñora Favoral y a la señorita Gil- 
berta. En su actitud y en sus ros» 
tros comprendió el punto exacto a 
que habían llegado las cosas. 
Y adelantándose hacia la señora 
Favoral e inclinándose con un resw 
peto que con seguridad no era es 
tudiado, dijo con voz algo alte. 
rada: : 
OS +A 
X
	        
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