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Favoral, sabía lo que podía prome-
terse y tenía sus razones para no
temer nada de Máximo. Si descon-
fiaba de los talentos diplomáticos de
su embajador, contaba en absoluto
con la energía de Gilberta.
Y había previsto tan exactamen-
te las cosas, que quiso acompañar
a su amigo a la calle de Saint-Gi-
lles, para presentarse en el momen-
to decisivo.
Cuando llegaron y la criada les
puerta, le había dicho:
usted a ñ
señor,
A
1nunacie
que es el conde de Villegré. No les
diga nada de mí, pues lo aguarda-
ré en el comedor...
Esto no le había parecido a la
criada muy natural, pero, como
desde hacía dos días la casa era tea-
tro de extraños sucesos, la sirvien-
ta estaba como asustada y dispues-
ta a esperar todo lo que viniese.
Además, Mario le habló de un
modo que no admitía réplica.
Por último, advirtió que era el
mismo caballero que ya había ve-
nido por la mañana y que sostuvo
un violento altercado con el señor
Costeclar en presencia de la seño-
rita Gilberta. La sirvienta conocía
vagamente la escena, por haber
despertado su atención las grandes
voces que daban y haber escucha-
do tras de la puerta del salón,
Esto no le impidió, al anunciar
al conde de Villegré, intentar con
los ojos y con el gesto prevenir a
la señorita Gilberta o a Máximo.
Pero éstos estaban demasiado alte-
rados para advertirlo.
— ¡Ellos se lo pierden !—exclamó
con esa admirable indiferencia de
los sirvientes parisienses. ..
Y como en toda la mañana había
tenido tiempo para arreglar la ca.
sa, Se retiró a proseguir su tarea,
este
DINERO DE
LOS OTROS
dejando a Mario Tregars solo en el
comedor.
Mario se sentó, aparentemente
impasible, pero en realidad agitado
por esa trepidación interior de la
incertidumbre, de la que no se ven
libres ni los hombres más fuertes
en las horas decisivas de su vida.
En cierto modo, era su porvenir
el que se estaba resolviendo al otro
lado de la puerta que acababa de
cerrarse tras el conde de Villegré.,
A los intereses tan preciados de
su amor estaban unidos otros que
exigían un desenlace inmediato.
Habría realizado el mayor de los
sacrificios por oir lo que decían,
Pensaba que una palabra indiscre-
la podía estropearlo todo y acax
rrearle nuevas dificultades.
Contando los segundos por las
palpitaciones de su pulso, se decía :;
— ¡Tardan mucho!
Así es que, cuando al fin se abrió
la puerta y le llamó su antiguo ami-
go, levantóse de un salto y, re-
uniendo toda su sangre fría, entró,
Máximo se había puesto de pie
para recibirle, pero al verle retroce-
dió, con los párpados dilatados por
una extraordinaria sorpresa.
—|¡Ah! ¡Dios mío! —dijo con voz
ahogada.
Pero Mario Tregars no pareció
advertir su estupor.
Muy dueño de sí mismo, á pesar
de su emoción, examinó rápida-
mente al conde de Villegré, a la se-
ñora Favoral y a la señorita Gil-
berta. En su actitud y en sus ros»
tros comprendió el punto exacto a
que habían llegado las cosas.
Y adelantándose hacia la señora
Favoral e inclinándose con un resw
peto que con seguridad no era es
tudiado, dijo con voz algo alte.
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