20 ÉL DINERO DE LOS OTROS
— ¿No te quedamos nosotros?
Pero ella parecía no oirlos.
—No lloro por mí—continuó.—
Yo... ¿qué tengo que esperar de la
vida? Kn cambio tú, Máximo, y tú,
mi pobre Gilberta... ¡Si al menos
no me tuviera que reprochar nada |
Mas ¡ah!... He de atribuir esta ca-
tástrofe a mi debilidad y mi cobar-
día. He tenido miedo a la lucha, y
por la paz de mi casa he sacrificado
el porvenir de ustedes olvidándome
que ser madre impone deberes sa-
grados...
La señora Favoral tenía a la sa-
zón cuarenta y tres años, y los ras-
gos finos y dulces de su fisonomía
simpática expresaban bondad. De
toda su persona se exhalaba algo
así como un perfume exquisito de
nobleza y distinción que subyu-
gaba.
A ser feliz, quizá fuese hermosa
aún, con esa hermosura otoñal cu-
va madurez tiene los esplendores de
los frutos sabrosos de aquella esta-
ción del año.
¡Pero había sufrido tanto! La
melancólica palidez de su rostro, el
pliegue rígido de sus labios, los es-
tremecimientos nerviosos que la sa-
cudían, denunciaban toda una exis-
tencia de amargas decepciones, de
lichas devoradoras y de humillacio-
nes sobrellevadas en silencio con al-
tivez.
Sin embargo, al comienzo de su
vida todo parecía sonreirle.
Era hija única, y sus padres,
acaudalados comerciantes de sedas,
habíanla educado como si fuese la
hija de una archiduquesa destinada
a ser la consorte de cualquier prín-
cipe soberano.
Mas a los quince años murió su
madre, y su padre no tardó en to-
mar horror a su desierto hogar, y
buscó fuera consuelo a sus penas.
Su padre era un espíritu apoca-
do, uno de esos hombres predesti-
nados a ser eternos juguetes de los
demás.
Como era rico, sus amigos fue-
ron muy numerosos; gustó los pla-
ceres fáciles, y se aficionó a ellos;
se divirtió, comió en grande y jugó
de firme, mientras sus negocios que-
daban abandonados.
Año y medio después de la muer-
te de su esposa, había devorado una
considerable parte de su fortuna.
De pronto cayó en las redes de
una intrigante que, sin respeto ha-
cia su hija, se instaló audazmente
en la casa.
En las provincias, donde todo el
mundo se conoce, no son posibles
semejantes infamias. En cambio
son frecuentes en París, en donde
se vive como inadvertido en medio
de la multitud, y en donde falta el
freno de la opinión del vecino.
Durante dos años, | obre joven,
soporta ma-
¡Ó un supli-
condenada a a esta
drastra ilegítima, sul
cio cruel.
Acababa de cumplir diez y ocho
años, cuando una noche su padre la
llamó aparte.
—Estoy resuelto a casarme otra
vez — le dijo; — pero antes quiero
que lo hagas tú. Te he buscado un
marido y ya lo tengo. No es, tal
vez, un partido brillante; pero es,
al parecer, un buen muchacho, la-
borioso, económico, y que se abri-
rá camino, Yo había soñado para ti
algo mejor, pero los tiempos han
'ambiado en mal, el comercio va de
capa caída,y como no puedo darte
más que veinte mil francos de dote,
no hay derecho a ser exigente...
Mañana te presentaré mi candidato,
Y al día siguiente, en efecto,
PP.