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En el patio dos hombres de mala
facha conversaban con el matrimo-
nio Fortin. Pero éste solía hablar
con frecuencia con sujetos de mala
catadura, y a Máximo no le llamó
la atención aquel detalle.
El joven llegó hasta el bulevar,
y al ver un coche vacío lo paró, en-
tró en él, y gritó al cochero:
Calle Laffitte, 70, ligero; te
daré tres francos por la carrera.
Era, efectivamente, a la calle de
Laffitie a donde había ido a vivir
Mario Tregars el día en que decidió
perseguir sin descanso a los granu-
jas que habían saqueado a su pa-
dre.
Ocupaba en el entresuelo un
cuartito sencillamente amueblado,
el apeadero del oc de acción,
la tienda que lo alberga la víspere
de la batalla, y tenia para servirle
un antiguo criado de la familia, a
quien había encontrado en la calle,
y que le profesaba esa afección ruda
y lenaz de los servidores bretones.
Este fué quien, al oir la campa-
nilla agitada por Máximo, se apre-
suró a franquearle la entrada.
En cuanto el joven le hubo indi-
cado su nombre, exclamó:
¡Ah ! caballero, el señor lo está
espe perando con la mayor impacien-
cia.
Tan cierto era esto, que el señor
Tregars apareció en el instante mis-
mo en que Máximo entraba en el
gabinetito que le servía de despa-
cho, y y estrechándole afectuosamen-
te la mano, dijo:
-—Sin censurarle, debo advertir-
le que llega usted con un retraso
de más de tres cuartos de hora..
Máximo tenía, entre otros, el per-
nicioso defecto, indicio cierto de ca-
rácter débil, de no creerse digno
EL DINERO. DE LOS. OTROS 233
de censuras y de tener siempre una
excusa para sus faltas.
En esta ocasión la excusa era de-
masiado tentadora para que la de-
jase escapar, y seguidamente púso-
se a referir que le había detenido
el señor Chapelain y lo que le ha-
bía contado respecto a los sucesos
desarrollados aquel día en las ofi-
cinas de la calle del Cuatro de Sep-
tiembre.
Conocía esos sucesos — repuso
el señor Tregars.
Ad fijándose en Máximo, agregó
en tono de amistosa burla:
-Yo atribuí su falta de puntua-
lidad a otra razón, morena y muy
linda, ..
Una nube de púrpura tiñó las me-
jillas de Máximo.
— ¿Cómo? — balbuceó.— ¿Usted
sabe)...
—Supuse que estaría impaciente
por contar a una... persona a quien
vonoce, la causa de que mi presen-
cia le sorprendiese ayer hasta el
extremo de no poder reprimir un
grito.
Al oir esto Máximo perdió la se-
renidad.
—¿También sabe?... — exclamó
cada vez más sorprendido,
El señor Tregars sonreía.
—Sé muchas cosas, mi querido
Máximo—contestó,—pero, como no
pretendo pasar a sus ojos por sos-
pechoso de brujerí ía, le referiré de
dónde procede mi conocimiento de
lo que tanto le sorprende. En aquel
tiempo en que su casa estaba ce-
rrada para mí, después de haber
pl por todas partes un medio
de procurarme noticias de su her-
mana, concluí por averiguar que
tenía por maestro de música a un
viejo italiano, el signore Segismun-
do Pulci. Solicité que me diese lec-