EL DINERO DE LOS OTROS 23
AMlí había un alma donde ella rei-
naha. Cualquier nube se disipaba
con el reflejo de la sonrisa de su
hijo.
Gon el admirable instinto de los
egoístas, el señor Favoral se dió per-
fecta cuenta de lo que pasaba en el
alma de su mujer, y no se atrevió
a lamentarse excesivamente de lo
que le costaba el chiquillo.
Disimuló sus sentimientos, y
cuando cuatro años después nació
Gilberta, en vez de gemir y deses-
perarse, exclamó:
- ¡Bueno! Dios prodiga sus ben-
diciones a las familias numerosas.
vI
Pero a la sazón se había verifica-
do un cambio extraordinario en la
situación de Vicente Favoral.
Acababa de estallar la revolución
de 1848.
La fábrica del barrio de San An-
tonio, en donde tenía su empleo, se
vió obligada a cerrar sus puertas.
Una noche, al volver a comer a
la hora de costumbre, el jefe de con-
tabilidad anunció que había de ser
despedido,
La señora Favoral se estremeció
al pensar en los sinsabores que
aquella funesta noticia iba a aca-
rrearle.
— ¿Qué será de nosotros ?—mur-
muró imaginando lo que sucedería
si su marido quedaba sin recursos
ni acomodo.
Favoral se encogió de hombros.
Aquel día estaba excitadísimo,
rojos los pómulos y con los ojos bri-
llantes.
— ¡Qué demonio ! —exclamó,—no
tengas miedo de que muramos de
hambre.
Y como su esposa le mirase sor-
prendida, agregó:
—AÁunque te sorprendas, es ver-
dad. Hay personas que viven como
rentistas y no obstante son más po-
bres que nosotros.
Kra ósta, después de seis años de
matrimonio, la primera vez que ha-
blaba de sus negocios sin lamen-
tarse, renegar de su suerte y que-
jarse de la carestía de las cosas.
Sin ir más lejos, el día antes se
decía arruinado porque su mujer
había comprado a Máximo un par
de zapatos.
Era el cambio tan brusco y ex-
traordinario, que nadie hubiera po-
dido explicárselo, sin atribuirlo a
una momentánea perturbación por
efecto del disgusto que le había pro-
ducido el encontrarse sin ocupación
de la noche a la mañana.
—¡Todas las mujeres son igua-
les! —añadió con sonrisa irónica. —
Los resultados les alucinan, porque
no conocen los medios que se em-
plan para alcanzarlos. ¿Crees, acaso,
que soy un imbécil? ¿Iba yo a im-
ponerme privaciones de toda espe-
cie, sin un fin determinado? ¡Qué
demonio! A mí no me disgustan el
lujo, las grandes comidas de fonda,
los espectáculos y las ¡iras campes-
tres. Pero quiero ser rico. Con el
producto de los goces de que no he
disfrutado me he formado un capi-
tal cuya renta basta para mante-
nernos. Aquí tienes los efectos de
la multiplicación de la simple mo-
nedita de cobre colocada en terreno
fecundo.
Al acostarse aquella noche, la se-
ñora Favoral estaba más contenta
que lo había estado nunca desde la
muerte de su madre. Casi perdona-
ba a su marido su avaricia y las hu-
millaciones a que la había sujetado