Full text: El dinero de los otros

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256 EL DINERO DE 10S OTROS 
—¡Ah! ¡nos estaba escuchando 
esta muchacha! —se dijo el mar- 
qués de Tregars, un tanto disgus- 
tado. 
En vano suplicó a Celia que vol- 
viese y escuchase una palabra. To- 
do fué inútil, y tuvo que resignar- 
se a no averiguar nada más por el 
momento y a abandonar el hotel de 
la calle del Circo. 
Había permanecido en él bastan- 
te tiempo, y según iba andando se 
preguntaba si Máximo, cansado de 
esperar, no se habría ausentado del 
calé en que quedó en esperarle. 
Pero Máximo había permanecido 
tiel a la palabra dada. 
Y cuando Mario Tregars fué a 
sentarse a su lado diciéndole : 
—|¡Aquí me tiene usted | 
—¡Fíjese! — le replicó en voz 
baja. 
Y con el rabillo del ojo le desig- 
mada dos hombres sentados junto 
a la mesa contigua ante un jarro de 
vino caliente. 
Seguro de que el Marqués per- 
manecería aleta, Máximo daba 
golpes con una moneda sobre el 
mármol de la mesa para llamar al 
mozo del establecimiento, quien se 
hacía el disimulado, en vista de que 
le hacían dejar el taco de billar, al 
que jugaba con un cliente. 
Y cuando, por último, muy dis- 
gustado y refunfuñando porque le 
molestaban, se aproximó para sa- 
ber lo que querían los parroquia- 
nos: 
—Traiga usted dos bocks de cer- 
veza y una baraja—le dijo Máximo. 
—Mario comprendió que algo ex- 
traordinario sucedía, pero no pu- 
diendo adivinar lo que era se incli: 
nó hacia su amigo: 
— ¿Qué ocurre ?— preguntó en 
voz baja, 
—Es necesario oir lo que dicen 
esos dos hombres que están senta- 
dos junto a nosotros. 
— ¡Ya! 
. —Y la baraja va a ser nuestro 
biombo. 
El muchacho volvió trayendo dos 
vasos de un líquido que no brillaba 
por su claridad, un tapete mugrien- 
to de color indefinible y unas car- 
tas que en otro tiempo habrían si- 
do tersas y limpias. 
— ¡Doy yo!—dijo Máximo. 
Y se puso a barajar y a dar 
mientras que el marqués de Tregars 
examinaba a los dos vecinos bebe- 
dores de vino caliente que estaban 
en la mesa próxima. 
En uno de ellos, joven aún y ves- 
tido con una blusa a rayas con 
mangas de percal, creyó reconocer 
a uno de los pillos que había visto 
en la cochera de la señora Celia Ca- 
delle. 
El otro, ya viejo, cuya piel amo. 
ratada y nariz enrojecida denota- 
ban el abuso del alcohol, debía ser 
un cochero sin colocación. La ba- 
jeza y la astucia se extendían por 
su rostro como un estigma y el bri- 
llo de sus ojillos hacía más alarman- 
te la sonrisa disimuladamente ob- 
sequiosa que se dibujaba en sus la- 
bios pálidos. 
Estaban tan absortos en su con- 
versación, que no prestaban el me- 
nor cuidado a lo que pasaba en de- 
rredor suyo. 
«— ¿Entonces — prosiguió el vio- 
J0,—eso ha concluído ya? 
»—Totalmente : el hotel está ven- 
dido. 
»—«¿Y el burgués? 
»—lIla marchado a las Colonias. 
»— ¿Cómo así? ¿Tan de repente? 
»—No, escuche. Sospecrábamos 
que iba a hacer un largo viaje, por-
	        
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