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EL DINERO DE LOS OTROS 271
poca estimación al director del Pi-
loto Financiero, y colocados en alta
posición, buscados, condecorados,
sacan los labios con insoportable
disgusto cuando oyen pronunciar la
palabra «chantage».
—Me desquitaré—exclama indig-
nado Saint-Pavin algunas veces.
Pero no ha de conseguirlo jamás,
porque le faltan dos cualidades
esenciales en la Bolsa : la discreción
y la sangre fría.
Al revés que sus compatriotas
del Mediodía, que permanecen he-
lados por dentro mientras arrojan
fuego por fuera, Saint-Pavin se
acalora por todo. Hablador imper-
térrito, acaba por tomar sus habla-
durías en serio, que hasta sus men-
tiras las eree verdades.
En cierta ocasión, cuando se hizo
el empréstito de New-Sestos, colo-
có en 6l diez mil francos de prima
que había recibido por sus traba-
jos, siendo víctima de él mismo,
de las razones que había ido acu-
mulando desde hacía un mes para
demostrar las ventajas de aquella
audaz estafa.
Con un carácter como el suyo,
viviendo en ese medio peligroso de
las personas que con frecuencia no
tienen un sueldo, y que están siem-
pre seguras de ganar a fin de mes
su millón, Saint-Pavin lleva una vi-
da singularísima.
—Es la miseria — suele decir —
atemperada por el entusiasmo.
Ha habido ocasión en que se le
ha visto en coche vestido irrepro-
chablemente el día primero de mes
y al fin de éste con los zapatos ro-
Los.
Entonces era joven. Al envejecer,
cansado de aquellas alternativas,
acabó por adoptar, para no sepa-
rarse del camino trazado, la negli-
gencia en el vestir de un hombre
que ha perdido todas las ilusiones
y que sólo le importan los goces po-
sitivos e inmediatos.
Su habitación es un chiribitil,
donde se anda sobre una alfombra
de puntas de cigarro, pero come
en los restaurants elegantes, bebe
el mejor vino y fuma brevas.
Aparte de esto, es un buen ami-
go, servicial en ocasiones, decidor
espiritual, de una impudencia rara
y de un cinismo que subleva el áni-
mo, que ha conseguido hacerse ad-
mitir en todas partes, diciendo
siempre: «Soy así, y es preciso to-
marme como soy».
Todo París le conoce y tiene mu-
chos amigos.
Por eso las oficinas del Piloto Fi-
nanciero estaban atestadas de gen-
te cuando llegaron el señor Tregars
y Máximo. Eran gentes de esas que
viven de la Bolsa; especuladores,
comisionados, intermediarios que
iban allí a adquirir noticias, a dis-
cutir las oscilaciones del día y co-
nocer las probabilidades de las co:
tizaciones del Bolsín de la noche...
—El señor Saint-Pavin está ocu-
pado—les dijo un mozo de la ofi-
cina robustote y fuerte como un
Hércules.
Desde aquel sitio percibíase su
voz brutal, pues estaba, no en su
despacho, sino en la misma oficina,
detrás de los enrejados cubiertos
por cortinas verdes...
No tardó en dejarse ver acompax
ñando a un viejo simpático que pa-
recía aturdido con el bullicio, y al
cual gritaba:
—No, caballero, no; el Piloto Fi-
nanciero no acepta comisiones se-
mejantes y me extraña mucho que
tenga usted la osadía de venir a